VIII. Sabíamos lo que podía pasar, pero nos empeñábamos en negarlo. Sabíamos
que en cuanto entraran en la ciudad nos buscarían casa por casa. Sabíamos que
nosotros éramos sus enemigos. Nunca imaginamos lo que para ellos era la
victoria.
VII. Los hombres lo tuvieron fácil. Prisión.
Tribunal. Condena y fusilamiento. Durante un par de días sus cuerpos quedaron
expuestos en la cuneta. Mi padre y mi hermano mayor estaban entre aquellos
cuerpos. El escarnio después de la muerte. Nadie custodió los cadáveres. Nadie
se atrevió a ponerles una mano encima para retirarlos. Ellos lo sabían. Le
bastó con el miedo. Siempre les ha bastado el miedo.
VI. Con
nosotras fue diferente. Prisión. Interrogatorio. Y todo aquello que acobarda
las palabras. Rapadas al cero. Atadas a una cuerda y paseadas el domingo
después de misa. Rapadas y paseadas. La otra cuneta. Las coces de los disparos.
V. El silencio. Durante algunos años, el
silencio. Y les fue bien. Confiaron en el olvido, esa muela de asperón de la
memoria. Y les fue bien.
IV. Un día,
mi madre volvió a colgar en el comedor el retrato de mi padre, el de mi hermano
mayor y el mío. Otro día, a la hermana de mi madre se le escaparon nuestros
nombres mientras hablaba con otras viejas en la
plaza. Una tarde de invierno, mi hermano pequeño abrió la caja que mi madre
había condenado al doble fondo de un armario. Una docena de fotografías, un
pañuelo rojo y negro y los tres cuadernos de mis diarios.
III. Mi
hermano pequeño pasa y repasa las doce fotos como si se tratara de una baraja.
Yo y unas cuantas compañeras en la gran manifestación del 1º de mayo. Mi padre
y mi hermano mayor con el fusil al hombro –ninguno de los dos llegó a combatir
en el frente-. Mi hermano pequeño lee y relee, casi clandestinamente, los tres
cuadernos de mis diarios. Sonríe y vuelve a barajar las fotos. Diría que quiere
volver a ponernos en movimiento.
II. Comencé
a presentarme cada vez que me nombraban. Ocupé los huecos abiertos por el
olvido. Mi memoria fue la memoria de los otros. Y las palabras de los otros se
ocuparon de mi memoria. De una forma o de otra, comencé a presentarme. Los
perros, los gatos y el par de caballos de los vecinos se acostumbraron a verme
sin que nadie me viera.
I. Hoy, alguien abrió la tierra y la luz del sol se ha
colado entre mis huesos. Hoy una de las cunetas ha recuperado la carretera –la
otra, aún habrá de esperar, mi padre y mi hermano mayor aún habrán de esperar-.
Hoy, a la hija de mi hermano pequeño le han entregado un saco con algunos huesos
y la montura de las gafas que yo llevaba aquel último día. La hija de mi
hermano pequeño ha pasado varias veces el índice por la bóveda agujereada de mi
cráneo. La hija de mi hermano pequeño lleva atado al cuello un pañuelo que yo
no podría desconocer. Hoy será el primer día de mi muerte. Ella y yo lo sabemos
1 comentario:
Lamento los estigmas. Abrazos y saludos cordiales
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