(advertencia para embarcaciones pequeñas, medianas grandes y otras naves desconocidas, el texto que comienza aquí tiene 14 (catorce) páginas, quién se atreva tiene toda mi solidaridad y comprensión, incluso si vive en Barcelona o aledaños podemos quedar para hacer una birra -que pagaré yo, por supuesto.)
Santiago Cruz
oye una lancha que se dirige a la isla. Consulta la hora. Las cuatro de la
tarde. Se sorprende. Sale de la casa. Es la lancha de Paco Verdana, el balsero,
que trae alguien a bordo. Lo reconoce. Lleva tres años sin verlo. Lleva sin
verlo desde el día en que decidió su destierro voluntario en la isla 60. –una
isla sin nombre en medio del río Negro y una casa grande que pertenece al Club
de Canoas y Pescadores Isla 60-. Lo reconoce. Es Moreira Ferro, un cura
jesuita. Le extraña que venga a verlo.
(..dice que
viene a visitarme a quedarse una semana ¡nada menos! después de tres años sin
saber nada de él viene a verme y no me queda más remedio que estrecharle la
mano falsearle la sonrisa y el asombro cuando en realidad tengo ganas de
preguntarle a qué carajo ha venido justo ahora que el olvido comenzaba a saldar
la resignación y la derrota después de tres años de la necesaria distancia del
silencio...)
El día siguiente
de la llegada de Moreira Ferro a la isla, se levanta con lluvia. Temporal de
junio, de la segunda semana de junio. El río comienza a crecer. El río acarrea
marañas de saucesmimbres hurtados a la margen derecha. El río acarrea el ocre
invariable de un cielo candado en el agua. El río, poco a poco, acaba sitiando
el terraplén de cemento sobre el que se levanta la casa. Han de poner a salvo
una docena de canoas –que acomodan en la habitación que Santiago Cruz destina a
taller- y diez gallinas ponedoras que confinan en la sala más grande de la casa
–el bar del Club de Canoas durante el verano- y, finalmente, en la cocina, se
hace un hueco Tupac, un dogo bueno con el jabalí y perezoso con las perras.
(... la
crecida del río rodea la casa veo que se caga pero enseguida me da una mano con
las canoas y las gallinas intento tranquilizarlo le prometo salir a trampear
nutrias cuando baje un poco el agua pero me dice que sólo se quedará una semana
y pienso que se está arrepintiendo de haber venido a verme y si no fuera por la
crecida ya se hubiera vuelto y lo oigo hablar y me decepciona porque aunque han
pasado tres años sigue siendo un cura sólo que ahora es más viejo más torpe y
más cagón...)
Durante cuatro
días la creciente los resigna a la lectura, el mate y la Caña Legui junto a una
negra cocina a leña. Hablan de la guerra en las islas del Sur, de lo que oyen
por la radio, de las arengas de los comunicados de la Junta Militar y de la
inminencia de una victoria inglesa.
Aunque evitan
ajustar la memoria y el silencio, la tarde del cuarto día Moreira Ferro le
comenta su reciente relectura del Barrabás de Pär Lagerkvist. Santiago
Cruz, no oculta su sorpresa. Recuerda que, algunos años atrás, el otro le había
prestado aquel libro. Ríe. Le escucha hacer las mismas observaciones de
entonces:
-Las contradicciones de aquel Barrabás no lo convierten en un personaje
interesante, sino todo lo contrario, lo vuelven más espeso, poco verosímil, y
demasiado atado a lo alegórico –Moreira Ferro lee en voz alta algunos pasajes y
apunta-. Esta duda de Dios que parece torturar a Barrabás es antes la angustia
de Lagerkvist que la de su propio personaje. Lagerkvist, como buen sueco,
intenta convencerse de que sólo la búsqueda de Dios da sentido a la existencia.
Su Barrabás acabará encontrando ese sentido una hora antes de morir.
(...cuarto
día de lluvia el río sigue creciendo y ahora éste me sale con Barrabás con
Lagerkvist y el asunto del traidor y la culpa y parece que no le gusta mucho
que le señale que a veces son intercambiables y me dice que aquel Barrabás
cargará con la culpa de ser libre y se convertirá en traidor casi a su pesar
pero sé de sobras hacia adónde quiere llevarme conozco sus jodidas celadas de
jesuita él y yo sabemos muy bien quién traicionó a quién y cómo se repartieron
las culpas ¡la culpa de ser libre! será hijo de puta...)
La traición.
Santiago Cruz le menciona, a su vez,
“Tres versiones de Judas”, un viejo cuento de Borges. El otro lo conoce y lo
recuerda.
-Sin duda, el planteo de “el Viejo”es trasgresor –dice Santiago Cruz-.
Dios no se habría encarnado en un simpatizante de la causa esenia llamado
Jesús, sino en Judas, un zelota radical, capaz de cometer los pecados más
abyectos, como la traición de la confianza “hacerse hombre hasta la reprobación
y el abismo”.
-“El Viejo”, como siempre, acierta –apunta Moreira Ferro-. Ese hijo de
Dios que propone tiene una extraordinaria medida humana. Se hace material y,
sobre todo, le otorga sentido a su inmolación. Es un pecador que merece la
cruz. Ha conocido todas las bajezas del pecado y se sabe culpable. ¿De qué vale
expiar los pecados de los otros sin haber probado nunca el placer y la miseria
del pecado propio?
-De esta forma, el Salvador sería Judas, ¿no? –sonríe Santiago Cruz.
-Yo me preguntaría si hubo salvación o si tiene sentido continuar
hablando de aquella salvación –señala el otro. Se sirve una copita de Caña
Legui que alterna y mezcla con el mate amargo y continúa-. A Roma siempre le ha
importado un carajo la compensación de las almas o el desalojo de Dios en cada
acto de injusticia. Roma lo mezcla todo y así les va –Niega con la cabeza. Abre
la portezuela del brasero de la cocina. Atiza las brasas y del cajón de la leña
elige un tronco de piquillín.
(...lo veo
venir ¡“el desalojo de Dios en cada injusticia”! anda buscando un atajo para la
confesión y el perdón un atajo que le lavesu jodida conciencia ¡son todos
iguales!...)
-“El Viejo” también acierta cuando señala que el beso de Judas es
superfluo –continúa Moreira Ferro, con el tronco de piquillín aún en la mano y
la puerta del brasero entreabierta-. Jesús era un personaje público y político.
Predicaba dentro y fuera de la sinagoga y lo conocían, de sobras, tanto la
oficialidad romana, como el Sanedrín, ¿qué sentido tenía, entonces, que alguien
lo “marcara” con un beso? Ninguno.
-A no ser que quisiera dejar planteada una pauta simbólica: evidenciar la
traición de la confianza –afirma Santiago Cruz mientras comienza a preparar una
masa para hacer tortas fritas-. Un acto ignominioso para cualquier judío de la
época –continúa-. No es casual que del beso de Judas hable Mateo, que predicaba
en Judea y Lucas, que se las veía con los griegos paganos, acostumbrados a unos
dioses que no se andaban con remilgos a la hora de castigar la traición.
-¡Santiago! Me sorprendés, pibe –exclama riendo
Moreira Ferro-. No te conocía esa erudición evangélica. No me digas que te has
hecho protestante.
-No he caído tan bajo –responde el otro mientras estira la masa-.Cuando
me vine a la isla traje un par de libros de “el Viejo”, Los Mitos Griegos
de Graves y una Biblia.
-Ninguno de los cuatros evangelistas sabía hacer la
O con un canuto –apunta Moreira Ferro-. Los evangelios, en realidad, los
escribían los discípulos que sabían hebreo y griego. Después, los Concilios se
encargaron de “adaptarlos” –ríe, introduce el tronco en el brasero, cierra la
portezuela y abre un cuarto de tiraje de la chimenea.
(...amaso
oigo el ruido de las llamas que golpean las paredes de hierro de la cocina el
ruido de las llamas ocupan el silencio que han dejado sus palabras amaso y
ahora ya veo llegar a la víctima al héroe y a la conciencia universal...)
-El beso de Judas, la risa de Dios, se encamaba María Magdalena sólo con
Jesús. Si acepto la Eucaristía como una
renovación ad eternum de la inmolación de Cristo por qué es un
sacramento que no confiere carácter y, sin embargo, lo confiere la Confirmación
que no deja de ser una herencia estúpida de los cruzados. Cuando el Principal
de la Orden en Buenos Aires me oyó exponerle algunas dudas como estas y cositas
de la “crítica teológica” primero me privaron de ministerio en el país y
después me mandaron dos años a Brasil. Al final, una patada en el culo y
condenación eterna a quemarme en el infierno como ese tronco de piquillín
–apura el vasito de caña y cierra el tiraje de la chimenea. Con el mate en la
mano se acerca a la ventana que da a la margen izquierda del río. El silencio
trae de fuera el rebufo del viento en la lluvia.
-Recordame el año –le pregunta Santiago Cruz, mientras pone la sartén
sobre una de las hornallas y le añade seis cucharadas de grasa de pella.
-Abril del 79 –responde Moreira Ferro sin apartarse de la ventana. Deja
pasar el plomo líquido de un minuto de silencio y, volviéndose a medias,
pregunta- ¿Por qué?
-No...Nada –Santiago Cruz niega con la cabeza mientras comienza a cortar
en triángulos la masa que acababa de estirar-. Eso quiere decir que ya no sos
jesuita.
-Más o menos -responde Moreira Ferro- Hace un año
que me expulsaron de la Orden, aunque vos ya sabés que para mi, ser jesuita es,
ante todo, una señal en el alma que no desaparece ni después de la muerte –ríe
y vuelve a callar. Su silencio lo ocupa el crepitar de las tortas fritas en la
sartén- Tengo la mala idea de escribir un relato muy breve con un solo asunto:
la culpa y tres personajes, Barrabás, Judas y Jesús –Santiago Cruz se vuelve
hacia él con las manos aún enharinadas. No puede ocultar su sorpresa, -. No, no
me mires con esa cara. No sé si aún tenés aquella Olivetti Lettera... –sus
palabras provocan la carcajada del otro.
(...ya no es
cura pero sigue siendo un cura pensé que se atrevería a hablar de lo que tiene
que hablar pero me equivoqué yo no sé qué fue lo que pasó unas horas antes de
que él abandonara la Capilla de Isla Grande y él no sabe lo que pasó después
creo que teme que yo le hable de aquello que no quiere escuchar sigo sin
entender a qué carajo vino a la isla...)
-No la tengo aquí. Sigue en casa de mi abuela. Era de mi viejo y después
del accidente...–dice Santiago Cruz, mientras pone en la sartén una segunda
tanda de tortas fritas-. Si querés escribir te puedo dejar un cuaderno.
(... y
entonces sin pensármelo mucho le digo que su idea es buena y que yo también
escribiré un relato con esos mismos personajes pero sobre la traición...)
El día que
comienzan a escribir también cesa la lluvia. La entrada de viento de la
Cordillera abre el sol en el agua. Y el río, lentamente, inicia el descenso.
Tercer día. Domingo. Santiago Cruz se levanta a las ocho de la mañana, como
siempre. Entra en la cocina, aún en penumbras, para prepararse unos mates.
Advierte sobre la mesa un pequeño crucifijo, con base metálica, rodeado de la
cera derretida de dos velas ya consumidas. Media hora después aparece en la
cocina Moreira Ferro. Despega con un cuchillo la cera adherida a la mesa y la
arroja al brasero de la cocina. Se persigna y con el crucifijo en la mano
regresa a la habitación sin pronunciar palabra. Al cabo de una hora, ya está en
la cocina, con su cuaderno bajo el brazo. Y comienza a compartir los mates con
el otro.
-Oime, no vuelvas dejarte velas
encendidas,¡eh! Se podría haber prendido fuego la casa –le advierte Santiago
Cruz, sin ocultar su malhumor .
-Eran velas consagradas –responde el
otro.
-¿Y...?
-No ha pasado nada porque ha sido
Dios quién las ha consumido –sonríe-. Sí, ya sé que para vos es una estupidez,
pero para mi es nada más que un asunto de fe.
(...está más
piantado de lo que pensaba...)
Después de comer
-tallarines amasados por Santiago Cruz y aderezados con un estofado de lomo de
jabalí conservado en grasa-, bajan al terreno que el río ha dejado en su
descenso. Caminan. Los acompaña Tupac. Cien metros de leve pendiente hasta la
orilla. Sus botas se hunden en el barro aún fresco. La pequeña playa de grava
fina ha desaparecido.
-Esta bajando –Santiago Cruz señala
con la cabeza hacia el río- Mañana ya se podrá cruzar. Será jodido, pero mi
canadiense tiene buen aguante.
Vuelven a la
casa. El silencio entre ambos sólo es roto por los ladridos del perro.
Moreira Ferro le
anuncia que dormirá la siesta y se recluye en su habitación.
Santiago Cruz da
de comer a las gallinas que aún continúan confinadas. Después, prepara mates.
Enciende la radio. Todas las emisoras retransmiten el partido de
Argentina-Bélgica del Campeonato Mundial. Apaga la radio. Advierte que el otro
ha olvidado su cuaderno sobre la mesa. Lo abre casi clandestinamente. Párrafos
tachados. Frases inconclusas conectadas con flechas de ida y vuelta. Y restos
de papel en la espiral de alambre, señal de que algunas hojas han sido
arrancadas. Sonríe. Entra en su habitación y vuelve con un cuaderno grueso en
el que lleva “algo parecido a un diario”. Comienza a leer la versión que ha
dado por buena de su relato. Es muy breve. Deja el cuaderno abierto sobre la
mesa y se asoma a la ventana que da al río. Su mirada se detiene en la luz
afiebrada y débil de la tarde que decae sobre la prisa marrón del agua. De
pronto, cree notar a sus espaldas el silencio y los ojos del otro. Se vuelve y
encuentra a Moreira Ferro sentado a la mesa. Le tiende una hoja de cuaderno
escrita por las dos caras y le pide que lo lea. Santiago Cruz lee en silencio.
La duda de
Barrabás
Acaban de
liberarlo. Sin embargo, la gente del Cónsul le exige la muerte del único
discípulo zelota que sigue al rabino esenio que hoy morirá en su lugar. Él,
primero ha sonreído y después se ha encogido de hombros. No le han gustado las
palabras de los otros, pero también sabe que no será difícil cumplir aquel
compromiso.
Acaban de
liberarlo. Todo depende de la velocidad de su prisa. Evita calles y recorridos
donde podría encontrarse con gente conocida. Antes de salir por la Puerta de la
Ovejas, un embozado, del cual sólo atina a ver el carbunclo de los ojos, le ha
entregado una sica que él oculta entre sus ropas. Sus pasos buscan el atajo que
discurre entre las huertas más antiguas. Una senda que comienza entre dos
almendros, dobla en ángulo recto al llegar al Triángulo de los Olivos y se
encamina a la Casa de las Higueras. Conoce aquella casa. Se aproxima. Observa a
un hombre sentado en el suelo que le da la espalda. Se aproxima. El hombre
continúa inmóvil. Saca la sica. Conoce a quién ha venido a matar y se extraña
que el otro no oiga sus pasos. En el momento en que intenta ajustarle al cuello
la curva de su puñal, el hombre se vuelve y le sonríe y aquella sonrisa le ata
la mano en el aire.
-No es a mi a quién has venido a
matar, aunque hoy hayan preferido tu libertad y mi condena –dice el otro,
incorporándose mientras le busca la mirada-. Para encontrar al que es de Keriot
y kanaim, como tú, habrás de volver sobre tus pasos hasta el Gólgota y allí lo
verás. Tienes viejas cuentas que ajustar con él y ahora, además, su muerte te
la exige la gente del Cónsul, pero llegas tarde, Barrabás –el hombre camina
uniendo la sombra de dos higueras.
Él retrocede.
Duda de las palabras del otro acerca de Judas. Duda de que aquél sea el mismo
rabino esenio que la guardia romana se llevó, mientras a él lo liberaban, pero
lo ha reconocido y lo ha llamado por su nombre. Desconfía. Se pregunta a quién
espera aquel hombre en casa de Judas.
-No intentes entender lo que no podrías
explicar –le dice el otro y él siente crecer su ira al ser sorprendido, de
aquella forma, en sus pensamientos-.
Mejor vuelve a Keriot y saluda a tu madre.
Quiere
esconder la sica, pero la sica tira de su mano y se hunde en el costado
izquierdo del otro que cae de rodillas. La sangre y la mirada desesperada. La
sangre y los ojos clavados en el cielo. Sobre la tierra reseca, limpia aquel
puñal con forma de falsa hoz y lo esconde entre sus ropas. De pronto,
desaparece el sol y la tierra comienza a temblar bajo sus pies. Corre. Aún no
sabe que el otro no morirá y continuará en aquel sitio hasta la fiesta de las
siete semanas. Aún no sabe que nunca llegará Keriot. Desconoce su condena, aún
no sabe que el día que vuelva a pisar Jerusalén, él y los suyos acabarán
inmolándose en el Templo.
Moreira Hierro
lee en silencio el relato que acaba de entregarle Santiago Cruz.
La
cabeza del muerto
Cruza su
mirada con el esenio que acaban de condenar. Sabe que le será difícil olvidar
el espanto de aquellos ojos. Mientras los soldados le quitan las ligaduras de
tripa de cerdo, cruza su mirada con aquel hombre al que el Cónsul acaba de
endosarle la muerte que para él tenían reservada. Prefiere no pensar y se
pierde entre el gentío. Camina de prisa. Se dirige hacia el Sur. Cruza el
torrente de Tiropeon. Camina. Deja atrás la piscina de Siloé. Camina. Las
calles se estrechan, se retuercen, se abren y se cierran sobre sí mismas. El
laberinto le gana los pasos en un barrio que nunca fue el suyo, pero donde
todos lo saludan y se alegran de volver a verlo. Entra y sale de tres casas
distantes. En la primera, bebe con unos conocidos que celebran su regreso.
Camina. En la segunda, una mujer lo convida a su mesa y a su cama. Le reclama
el tiempo perdido, pero nota que ni él ni su cuerpo le responden. Sale a una
terraza. Salta a otra y a otra y en la tercera se descuelga a una calle. Entra
en la última casa de aquella calle y se encuentra con doce ancianos reunidos,
sentados en el suelo y en silencio. Lo han estado esperando. Uno de ellos le
arroja a sus pies una sica. La recoge. Sabe qué esperan de él. No hacen falta
palabras. Todos conocen al traidor que él habrá de matar, pero no mencionarán
su nombre para no condenarse. Él guarda el arma entre sus vestiduras,
reverencia a los doce ancianos y sale a la calle. Vuelve a la ciudad. Camina.
Busca la Puerta de la Ovejas. Camina. Se interna en la zona de huertos viejos.
Le extraña la soledad y el silencio de las tierras que atraviesa. Camina. De
pronto, se sorprende ante el huerto que busca, diría que el huerto ha salido a
encontrarlo. Ve la casa pequeña y detrás de la casa la copa de una higuera.
Apura sus pasos sobre la tierra reseca. Rodea la casa. De una de las ramas de
la higuera, pende, estrangulado, aquél a quién él ha venido a matar. Ríe.
Descuelga el cuerpo del muerto y con la sica, no sin esfuerzo, le separa la
cabeza. Sabe que acaba de decidir un destino diferente para Judas. Sabe que
ningún zelota vería con buenos ojos matar a un muerto. Sabe que ya nunca podrá
decir la verdad ante los ancianos. Piensa que la muerte de un traidor tampoco
merece ningún peso ajeno en su conciencia. En aquellos momentos, una tempestad
oscurece el día y la tierra comienza a temblar. El cuerpo sin cabeza rueda
sobre si mismo hasta quedar desnudo al pie de la higuera. Se da prisa. Rasga un
trozo de la vestidura de Judas, envuelve la cabeza y comienza a correr.
Santiago Cruz
abre el brasero de la cocina, introduce dos troncos de jarilla, pone agua a
calentar y renueva el mate. Ríe, niega con la cabeza y habla dándole la espalda
al otro.
-¡Como siempre! Vos y yo coincidimos
tanto como discrepamos. Para los dos, Barrabás es un asesino, pero no de la
misma persona. –se aproxima a la mesa y le pasa el primer mate al otro-. En tu
caso mata a uno que podría ser Jesús y en el mío decapita a Judas que ya se ha
suicidado. Damos por traidor a Judas. Vos seguís a Borges y lo colgás de la
cruz y yo, evangélicamente, lo cuelgo de la higuera.
-Estamos de acuerdo en hacer de
Barrabás el único protagonista de los dos relatos. –comienza Moreira Ferro con
la vista puesta en los cuadernos abiertos, mientras sus dedos juegan con las
dos hojas escritas-. A Barrabás sólo le interesa acabar con Judas, pero en los
dos casos llega tarde. Sin embargo, para mi es sólo un asesino y para vos es,
además, un traidor político.
-Culpables y traidores siempre van
juntos –Santiago Cruz sonríe para sí y continúa-. Barrabás y Judas son caras de
una misma moneda.
-No siempre –apunta Moreira Ferro-.
Judas es un traidor, pero no mata a nadie. Barrabás es un asesino, pero ni el
Evangelio, ni el mito, ni Lagerkvist, ni vos, ni yo, ni nadie puede decir que
mata porque es un traidor.
-Traiciona la confianza de los
viejos zelotas que le encargan matar al único traidor: Judas –Santiago Cruz cierra
su cuaderno y añade- Traicionar la confianza, para un judío y, sobre todo para
un zelota, era una ofensa que sólo se lavaba con el talión.
-De todos modos, más allá del mito
de Judas o de Barrabás... –Tupac ladra con insistencia desde fuera y Moreira
Ferro se interrumpe para abrirle la puerta. El perro, cubierto de barro, entra
y se echa junto a la cocina. Continúa-... lo jodido es cuando uno convierte en metáforas a estos dos
personajes, lo jodido es cuando se intenta utilizar esas metáforas para entender
lo que pasa y lo que deja de pasar en el mundo –Moreira Ferro observa el barro
reseco de sus botas y el barro que comienza a secarse sobre el cuero blanco de
Tupac. Levanta la vista para recibir un mate del otro y añade -.Vos, por
ejemplo, me parece que metés la pata cuando pensás que yo fui un traidor porque
abandoné o dejé vendida a Magdalena en la capilla de Isla Grande...
-...vos sabés que si hubieras
aguantado con ella en la capilla... –le interrumpe Santiago Cruz
-...la capilla estaba “quemada” y eso no era ninguna
novedad. Alguien...
-...que tiene nombre y apellido –vuelve a
interrumpirle Santiago Cruz-. Paquito Verdana, el balsero. Es cana. Hace un año
nos pusimos en pedo y me lo cantó todo.
-...alguien
del Ejército –continúa Moreira Ferro, desentendiéndose de las palabras del
otro- le había dado un ultimátum al Provincial de Buenos Aires, un hijo de puta
que no me podía ver. Después de ladrarme: “¡Una capilla no puede ser un
aguantadero de la subversión!”, me anunció que habían decidido mandarme a la
Misión del Matto Grosso “por mi bien” –se sirve una copita de caña Legui, hace
sonar la bombilla del mate y añade-. Me dieron una semana para entregar la
capilla. Cuando volví a Isla Grande, me encontré con la sorpresa de Magdalena,
embarazada, dentro de la capilla. Había tenido que rajar de Bahía. Le dije que
estaba en una ratonera y que en cualquier momento podía secuestrarla el
Ejército...
-¡...pero si no tenía adonde ir! –Santiago Cruz enciende dos faroles de
gas, se sube a una silla y los cuelga de sendos ganchos que bajan del techo y
continúa-. La estructura estudiantil del partido estaba echa mierda y el resto
del partido estaba en desbandada general. Ella tenía una barriga de seis meses
y la perseguían tanto los Grupos del Ejército como de la Marina y, además, para
su familia, incluso para sus viejos, era una apestada...
-Estaba convencida que si caía, la mantendrían viva sólo hasta el momento
de parir... –Moreira Ferro vuelve a mirarse los pies mientras habla.
-...en el 79 ya no les quedaba a quién matar y los Grupos de Tareas
comenzaron a “hacer caja”. La venta de recién nacidos era y es un negocio
“limpísimo” –apunta Santiago Cruz mientras deja la mesa y, sobre el fogón
grande de la cocina, pone una olla con agua para calentar, a baño María, los
tallarines que sobraron del mediodía.
-No sé, Santiago, puedo llegar a entender tu rencor –comienza Moreira
Ferro-. En este puto país, desde el Golpe del 76, el que no está con Judas está
con Barrabás y la única inocencia permitida es la Pilatos. Ese ha sido un
triunfo de los milicos. Lo único que se ha de esperar es que pierdan esta puta
guerra con humillación y escarnio...
...es interesante lo que estás diciendo, pero no sé adónde querés llegar
–el otro lo ha dicho sin volverse y ha continuado ocupado con los tallarines de
la cacerola.
-No sé si querrás creerme, pero yo no entregué a Magdalena a los milicos
y pienso que vos no podés acusarme de
nada, porque tampoco te moviste mucho para salvarla –lo ha dicho casi sin
levantar la voz.
-Te tendría que mandar a la mierda ahora mismo –le responde el Santiago
Cruz, mientras se vuelve a medias y queda debajo del cono de luz del farol que
ilumina la cocina de hierro-, pero pienso que algo de razón hay en lo que me
decís –se aproxima a la mesa y sonríe para sí-. Yo siempre llego o demasiado
tarde o demasiado temprano. Con ella llegué enseguida al amor y al sexo y
tardísimo a la política. Antes del Golpe, yo era uno de aquellos pelotudos que
estaban en todo, pero que no estaban en nada. Ella, en cambio, se comprometió
hasta el final. Si fui a Bahía a estudiar Agronomía fue, un poco, por admiración y un poco por seguirla...
-...te comentó alguna vez... -le interrumpe Moreira Ferro.
-¿Qué se encamaba con vos cuando venía al pueblo? –Santiago Cruz ríe, mueve la cabeza y vuelve a sentarse,
aunque aleja su silla de la mesa-. Hasta los perros de Isla Grande lo sabían.
La cagada era que la familia de ella...
-...pero si los viejos vivían en Bahía –interrumpe el otro.
-pensá que el nombre a ese pueblo de ahí enfrente, se lo puso el
bisabuelo de Magdalena y el resto de toda su familia vivía y vive en Isla
Grande, para ellos Magdalena era una puta y estaba perdida, pero vos...
-...¿yo! –Moreira Ferro no oculta su perplejidad.
-...vos eras el cura del pueblo y además ¡jesuita! Intentá meterte en la
cabeza de unos gallegos católicos que todos los días le ponían una vela al
retrato de Franco.
-...sí, supongo que por eso no venían a misa.
-¡A ver pibe! ¿Tanto te cuesta imaginar quién fue el que batió el asunto
a tus “superiores” y después a los milicos?
-Pero vos como sabés...
-Aquella curda con Paquito Verdana me aclaró muchas cosas –Santiago Cruz
vuelve a ocuparse de la cacerola que ha puesto a baño María.
-¿el bebé...
-No te preocupés, no era ni tuyo ni mío, era de
Amadeo, el trostkito con el que vivía desde hacía poco más de un año –Santiago
Cruz se vuelve hacia el otro-. Un buen pibe. Lo secuestró un Grupo de Tareas de
la Marina en casa de Magdalena y quedó “chupado” en “La Escuelita” de Puerto
Belgrano.
(...la buscaban
a ella cuando se lo llevaron a Amadeo y ese día casi caigo yo también y por
suerte lo vi todo desde lejos y le pude avisar a Magdalena y sacarla de un
examen y zafamos por poco porque al rato el mismo Grupo de Tareas entraba en la
Facultad de Agronomía y Magdalena se escondió durante algunos días en casa de
sus padres aprovechando que los viejos estaban en Brasil hasta que pudo tomar
un tren a Isla Grande y estoy por mandarlo a la mierda otra vez porque todo
esto ya se lo conté con pelos y señales la última vez que nos vimos en Bahía,
pero me levanto y voy hasta la cocina y revuelvo los tallarines en la
cacerola...)
-Yo sabía lo que aún sentía por ella y que continuar a su lado me alejaba
de Dios y de los demás –Moreira Ferro, nuevamente, habla en voz baja-. Quería
quedarme, pero no podía quedarme. Le insistí que la capilla era el peor sitio
para ella. Le propuse que se viniera conmigo, que en Buenos Aires podía
conseguirle un sitio seguro. Se rió y me mostró una pistola, dos cargadores y
una caja de balas. Le dije entonces que se refugiara en casa de su tía Elisa...
-...primero fueron a la casa de su tía Elisa y después a la capilla. No
la encontraron. La detuvieron esperando el tren –le interrumpe Santiago Cruz.
-Pero, entonces, vos, aquel día..
.
-Mirá –comienza el otro, mientras reserva la cacerola sobre la plancha de
hierro de la cocina-, después que vos y yo nos despidiéramos, no tardé en tomar
el primer tren a Isla Grande. Llegué al atardecer. El Ejército había tomado el
andén. No dejaron bajar a nadie. Acababan de detenerla. Tuve tiempo de verla
esposada, de ver cómo desaparecía dentro de un jeep y perderse tras una nube de
polvo. Tuve tiempo de ver cómo tres soldados abrían el bolso que ella había
dejado en un banco. Hurgaban dentro, sacaban su ropa, se la probaban por
encima, bailaban y todos los demás aplaudían y reían a carcajadas. Aquella
forma casi escolar del escarnio es el primer recuerdo que me llega cada vez que
pienso en ella. Tuve que tragarme todo mi odio porque sucedió lo que preveía. Los
milicos subieron al tren y comenzaron a sacar afuera gente que iban eligiendo
al azar. Me sacaron. Manos a la nuca mientras me pedían a gritos que les
entregara la Cédula de Identidad. Por suerte yo llevaba encima la Cédula
Federal...
-...el mejor certificado de “buena conducta” –le interrumpe el otro,
sonriendo.
-...¡exacto! –confirma Santiago Cruz y continúa-. Pero, aún así, me
separaron del resto a mi y a otros tres pibes cuando vieron que los cuatro
éramos de Isla Grande. Nos pusieron mirando a una pared. Volvieron a cachearme.
Comenzaron a patearnos los tobillos mientras nos preguntaban todo a la vez, si
nos conocíamos, si conocíamos a Magdalena Almendros, de dónde veníamos, si
vivíamos o no en el pueblo ...
-...preguntaron por mi –le interrumpe el otro, casi con un murmullo.
-...¡por supuesto! Y si habíamos visto armas y explosivos en la capilla.
Pero también por qué vivía con mi abuela y no con mis padres y les tuve que
decir que era huérfano y que mis viejos habían muerto en un accidente –Santiago
Cruz pone los cubiertos sobre el hule de la mesa, pone una jarra con vino y
otra con agua y una panera con galleta seca y continúa-. Daba igual lo que les
respondieras. Te interrumpían para ver si te pisabas y volvían a preguntarte lo
mismo una y otra vez. A la hora apareció un oficial con las Cédulas de
Identidad en la mano. Nos las entregó y, literalmente, nos mandó a la mierda.
-La sacaste barata...
-No vayas tan rápido. Estaba por llegar a casa de mi abuela, cuando
advierto que hay un jeep del Ejército en la puerta. Apoyado en el guardabarro
está el oficial fumando. Me saluda y me dice: “Pibe, si no querés ser boleta,
por una temporada no te muevas de este pueblo de mierda, por ahora zafás”. Se
metió en el jeep y se fue. Había interrogado a mi abuela, nada, cuatro
preguntas –Santiago Cruz reparte los tallarines en dos platos y antes de
comenzar a comer, añade-. Y mi abuela había metido la pata, te había
santificado y elevado a los altares. El milico se mosqueó y me esperó para
apretarme. Quince días después decidí enterrarme en esta isla y esperar.
Moreira Ferro
bendice la mesa y comienzan a cenar en silencio.
-Ahora que ya conocés la otra parte
de la historia de Magdalena, decime, qué carajo te dio por venir a verme
–Santiago Cruz sirve el vino y el agua-.¡Tres años sin saber nada de vos! Y me
parecía lógico el silencio, después de la discusión que tuvimos en el Parque
Independencia. Pero, de repente, te presentás...
-...perdoname, no sabía que podía
joderte –le interrumpe Moreira Ferro, mientras comienza a comer-.Vine a
despedirme, Santiago. Estoy enfermo. Todos los médicos coinciden en que tengo
un virus y nada más. Un virus que ni siquiera tiene nombre. Me han hecho todos
los análisis imaginables y el resultado continúa siendo el silencio. Sólo sé
que todos los días me mata un poco, pero también me podría matar una simple
gripe. Pensé, entonces, que antes de que fuera demasiado tarde, tenía que venir
a despedirme de vos. Mañana, si podemos cruzar el río, sólo me quedará
despedirme también de mi capilla y esperar la voluntad de Dios.
Terminan de
cenar en silencio.
Al día
siguiente, después de devolver las gallinas a su sitio, llevan la canoa hasta
el borde del agua. Tupac y los bultos en medio, uno en cada punta y comienzan a
remar.
(...remamos el río aún mantiene el caos de la creciente y
cambia constantemente las direcciones de las correntadas remamos se hace
difícil encajar la canoa en el agua aunque vayamos río abajo los remos patalean
a la hora de corregir el trayecto remamos después de casi media hora
conseguimos llevar la canoa hasta una pequeña playa de grava intentamos
recuperar el resuello...)
Acaban de cruzar
el río. No bien pone un pie en tierra, Moreira Ferro comienza a vomitar.
Intenta levantarse, pero se desploma. Temblores. Pataleos de epiléptico. Se
orina encima. Santiago Cruz le sujeta la cabeza y le mete los dedos en la boca
para impedir que se trague la lengua. Poco a poco vuelve en sí. Al cabo de un
par de horas comienzan caminar. Llevan la canoa. Uno en cada punta. Tupac
corre, ladra, entra y sale entre los matorrales. Suenan cuatro disparos y, casi
inmediatamente, el ruido del motor de una camioneta que se pierde en dirección
a Isla Grande.
-No han sido cartuchos de caza
–comenta Santiago Cruz. El otro asiente, pero no lo oye. Camina y reza.
Cuando llegan al
embarcadero de la balsa de maroma, encuentran, tendido sobre el suelo de
madera, el cuerpo de Paco Verdana. Se acercan. Dos disparos en la cabeza y
otros dos en el pecho. La sangre se alaguna alrededor de su cabeza. Tiene la
mandíbula desencajada, los ojos abiertos y una sorda mirada de espanto. Moreira
Ferro se arrodilla ante el cadáver. Reza.
-Al final, los suyos le dieron “boleta” –comenta en voz alta Santiago
Cruz, mientras le cierra los ojos-, hacía tiempo que él esperaba algo así.
Dejan la canoa
bocabajo atada a un poste. Moreira Ferro se vuelve sobre sí y mira el sol
quebrado sobre el agua marrón del río. Luego levanta la vista hacia la isla 60
y da media vuelta. Comienzan a caminar hacia Isla Grande. Cinco kilómetros de
grava gruesa. Sus pasos se acompasan. Sus pasos resuenan en el silencio de
aquella mañana soleada de invierno. Casi dos horas después entran en el pueblo.
Caminan hasta la capilla. Moreira Ferro le busca la mirada al otro. La palidez
le amarillea el rostro.
-No sé, Santiago –el esfuerzo le
agita las palabras-. No sé si nos vencieron o si consiguieron que la derrota se
nos hiciera costumbre, pero una cosa es cierta, nos cagaron la vida para
siempre.
Moreira Ferro le tiende la mano. Se abrazan. La luz
del mediodía los deja sin sombra en el suelo. Tupac corre salta alrededor de
ellos, después se estira ante la puerta principal de la capilla y comienza a
morderse las pulgas. Se despiden.
(...aquel mediodía de junio de 1982 todos ya sabíamos que
la guerra en las islas del Sur se había acabado cuando fui hasta la capilla
para contárselo no lo encontré comprobé que ni la puerta principal ni la de la
sacristía habían sido abiertas lo busqué por todo el pueblo y pregunté por él
pero nadie lo había visto llegar ni nadie lo había visto partir muchas veces he
pensado que aquel encuentro con Moreira Ferro no existió nunca y que tan sólo
se trató del deseo de un ajuste de cuentas que sucedió en mi memoria...
...una semana después de aquello dejé para siempre la
isla 60).
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