Cuarenta metros de alambre tejido en línea marcaban y separaban las dos huertas y las dos casas, la nuestra y la del abuelo Santiago. Cuarenta metros de alambre tejido en línea y, en medio, una puerta de madera y alambre. Una puerta tan correcta y educada como inútil. Sólo mi hermana Elisa y yo traspasábamos aquella puerta. Sólo los sábados a la mañana y los días de lluvia. Mi hermana Elisa y yo. Nadie más.
(...Ella siempre sospechó que tu te habías ido de la lengua después de aquella mañana de lluvia que habías vuelto por sorpresa desde casa del abuelo a buscar la flauta dulce que te habías olvidado y oíste ruidos en su habitación y empujaste la puerta entreabierta creyendo que estaba mala y viste lo que viste y que no pudiste entender entonces y le creíste su sarta de mentiras porque a ver qué podías hacer si además comenzó a tratarte como a una reina pero como lo bueno dura poco pronto volvió a sus cabronadas aunque se aguantara el diario reparto de bofetadas a que os tenía acostumbrados y sí es cierto que te fuiste de la lengua pero con tu hermano Maxi porque necesitabas entender lo que durante años continuaste negando y recuerdas los ojos como platos de Maxi y que te dijo que lo mejor era rezar todos los días para que se muriera pronto así Dios la condenaba al fuego eterno y vosotros podríais iros a vivir a casa del abuelo que él sí sabía lo que era la vida)
Los sábados a la mañana, el abuelo Santiago nos abría la puerta de la alambrada y nos recibía en su casa. Pan con chocolate, en invierno; melón o sandía en verano. Lo que nunca faltaba era el folio de papel pautado sobre la mesa. El abuelo había sido profesor de música cuando la República y los sábados nos enseñaba a “perderle el respeto a los acentos”. “El lenguaje es el único juego infinito” solía decir mientras su carcajada se convertía en catarro silbador. “La música es hija del lenguaje y hermana de la matemática” sentenciaba. Los juegos de la homonimia nos abría la puerta de atrás de las palabras y en cuanto le oíamos exclamar: “¡fantasía! ¡fantasía!” sabíamos que había que comenzar a escribir. Mis preferidas eran “domino”, “anima” “sabana”, aunque siempre sobresalía “disparate” –Ella, ante aquello que no entendía, solía decir “parece un disparate del viejo Carmona”, el viejo Carmona era el abuelo Santiago-. Mi hermana Elisa, en cambio, no se movía de “máscara” “tomate” “cabra” “destino” y “habito”. Y las palabras del abuelo eran siempre “presidio” “ejercito” “cornea” y “revolver”. Las combinaciones se volvían inacabables, casi infinitas. Se desvestía de razón la sintaxis. Inventábamos las faltas de ortografía. El sentido de aquellas frases nacía rescrito en los folios de papel pautado. “Perderle el respeto a los acentos” no era ni más ni menos que olvidarnos de las palabras para encontrarnos con el ritmo.
Todos los sábados, con el mediodía casi en la hora de comer, volvíamos a nuestra casa con una docena de huevos -el abuelo tenía un gallinero en el fondo de su huerta-. Una docena de huevos, envuelta de tres en tres en papel de diario y dentro de una bolsa de red que mi hermana llevaba con el mismo celo y cautela con la que se transporta la nitroglicerina. Ella nunca le agradeció a “el viejo Carmona” aquella docena semanal de huevos frescos. Sólo lamentó tener que volver a comprar huevos cuando alguien, una noche, le degolló todas las gallinas al abuelo Santiago.
(Ella temía que tu te hubieras ido de la lengua con “el viejo” pero en realidad lo único que tu deseabas era olvidar aquello que habías visto porque te daba muchísimo miedo y creías estar en pecado mortal y no sabías cómo hacer para confesarte porque al final en un pueblo todo se acaba sabiendo y jamás se te pasó por la cabeza ir a contárselo al abuelo que por otra parte seguro que ya conocía el asunto pero callaba y el día que tú solita te pusiste a atar cabos durante una siesta de verano y le comentaste a Maxi que “igual papá ya sospecha algo” y Maxi te respondió lo de siempre “Ella no puede ser nuestra madre”y tú seguiste atando cabos y no te quedó ninguna duda que lo de las gallinas degolladas sólo podía ser obra de Evaristo el hijo de su hermano Agustín Evaristo era un pocas luces que había nacido flaco de neuronas y entendimiento un bobo violento que obedecía a su padre como un perro al amo y que Ella “adoraba”)
Los días de lluvia eran los mejores. Cuatro gotas y, enseguida, se desbordaba el Arroyomediano, algo parecido a un río, que dividía la ciudad medieval del barrio de Las Huertas, donde vivíamos nosotros. Cuatro gotas y aquel arroyo que tuvo un puente, pero se lo llevó la guerra, que tenía un vado chapuceado con ruinas del puente viejo y cemento para que pasaran los coches y las personas, aquel arroyo que llevaba siempre un dedo de agua y que ni para arrojarle piedras servía, aquel arroyo los días de lluvia recogía el caudal de todas las torrenteras vecinas y crecía hasta volverse loco y nos dejaba aislados del resto del pueblo durante un par de días. Los días de lluvia eran los mejores. La alegría de faltar al colegio con “causa justificada”. La alegría de ver al abuelo esperándonos del otro lado de la puerta de la alambrada con su enorme paraguas gallego –“el hongo, el gigante y los gnomos”, reía- . Caminábamos saltando sobre los trozos de pizarra que unían aquella puerta con la de la casa del abuelo. En cuanto entrábamos, el olor a pan casero recién horneado nos confirmaba que por unas horas estaríamos en el Paraíso. La chimenea encendida, roja como una garganta afiebrada. La luz de la chimenea encendida entreabría la penumbra que se colaba por las ventanas. Sobre la mesa, el resplandor de aquella única luz. Sobre la mesa tres platos con un par de rodajas de pan en cada uno. El abuelo, sin dejar de tararear y sonreír para sí, sacaba de una alacena el frasco con miel de romero. El abuelo con una cuchara de madera dejaba gotear la miel de romero sobre cada rodaja de pan. La miel volvía de oro cada rodaja de pan. Comíamos en silencio. Los tres comíamos en silencio. Los tres sabíamos qué nos esperaba después.
Los días de lluvia subíamos al desván de la casa del abuelo para “aprender música con las goteras”. El desván, abuhardillado y casi tan grande como la planta baja, pero en el cielo de la casa, recibía la luz a través de cuatro claraboyas emplomadas. En el suelo de madera, prácticamente desierto, una variada cantidad de recipientes describían tres círculos concéntricos. Frascos de vidrio, vasos y copas de cristal, ensaladeras de cerámica, cubos de zinc, ollas, cazos y cacerolas de aluminio, un par de palanganas enlozadas picadas de herrumbre, tarros que alguna vez habían contenido olivas, aguamaniles y morteros de bronce. Todos más o menos cilíndricos y con diferentes capacidades. Según la frecuencia con que se colaba el agua por cada una de aquellas goteras, según las aberturas y profundidades de los recipientes y según se iban llenando de agua, los sonidos cambiaban. El abuelo insistía que aquello no sólo nos permitía hacer escalas, sino también derivar melodías, pero, sobre todo, “educar la sensibilidad y el oído, que es un músculo complejo que si no se ejercita, se atrofia”. Nunca repetía la disposición de los recipientes y si el agua en un cubo de zinc repiqueteaba en “do mayor” o en una palangana en “mi menor” o en un vaso de cristal en “si mayor”, sabíamos que el próximo día de lluvia todo estaría cambiado de sitio. A nosotros nos bastaba con oír, en silencio, “la música del agua” y, por supuesto, creíamos a pie juntillas lo que apuntaba el abuelo, aunque nos pareciera caótico. Con diez y once años hay palabras y autoridades que no se discuten. Nunca nos explicó y nosotros nunca se lo preguntamos, cómo era posible que aquellas goteras estuvieran dispuestas en tres círculos concéntricos casi perfectos, ni por qué, algunos días, unas goteaban más que otras. O qué pasaba con el agua de la “música de las goteras” que mi hermana Elisa y yo vaciábamos en unos cubos de madera, forrados de cobre por dentro, que estaban siempre al pie de la escalera. Él se limitaba a decirnos que arrojaba el agua en “el pozo del silencio, que es tan profundo que no se oye cuando el agua llega al fondo”. Callaba durante unos segundos y al ver nuestras caras le estallaba la carcajada. Nunca supimos el lugar exacto donde se encontraba el pozo y acabamos olvidándonos de su existencia.
Los días de lluvia regresábamos a casa con un pan casero envuelto en papel de estraza. No atravesábamos la puerta de la alambrada, los días de lluvia el abuelo nos dejaba delante de la puerta principal de nuestra casa. Nunca nos dijo por qué marchaba antes que Ella saliera a recibirnos. El día que lo supimos ya no tenía ningún interés saberlo.
(ella siempre pensó que tú te habías ido de la lengua con “el viejo” pero el abuelo jamás hablaba de la familia que bastante canutas las había pasado cuando su mujer la abuela Flora murió al día siguiente de dar a luz al niño que sería tu padre y que sobrevivió gracias a los cuidados de Rosa y Helena las dos hermanas menores del abuelo y con casi cinco años no hablaba pero hacía lecturas melódicas de cuanta partitura le ponían delante porque el abuelo le había enseñado a solfear no bien supo decir cacapedoculopis y con diez años se había convertido en pianista-prodigio pero entonces la guerra lo jodió todo y durante un bombardeo a la ciudad el abuelo perdió a su hermana Rosa y casi pierde también al niño que volvió a sobrevivir guareciéndose entre las ruinas de una casa recién bombardeada y después de aquello estuvo más de un año sin hablar y acabada la guerra detuvieron al abuelo por “humanista rojo y masón” y aguantó cinco años de cárcel y cuando lo pusieron en libertad fue para desterrarlo a ochocientos kilómetros de su ciudad y el niño creció al cuidado de Helena la única hermana que le quedó al abuelo y volvió a ver a su padre con veintidós años cumplidos recién acabada la mili y el abuelo para entonces ya estaba tan pirado como cuando tú tenías diez años y tu hermano Maxi once y os llevaba a escuchar “la música de las goteras”)
Ella chillaba, siempre chillaba y si le dábamos alguna réplica entonces volaban las bofetadas. Ella le chillaba a papá hasta escarnecerlo por razones nimias, estúpidas. Ella le chillaba a papá delante de nosotros, delante de Agustín y de Evaristo. Nosotros callábamos y los otros dos sonreían. Ella chillaba y parecía jalearse a sí misma con sus propias palabras. Todos sabíamos que aquello acababa siempre de la misma forma, nosotros confinados en nuestra habitación, papá daba un portazo y no regresaba hasta tres horas después, borracho como una cuba, durante su ausencia, la oíamos a Ella y a su hermano Agustín carcajearse de las “ocurrencias de Evaristo” –al pobre no sólo “le faltaba más de un hervor”, también era disléxico-. Mi hermana Elisa pensaba que el abuelo “lo sabía todo”, pero callaba porque nuestro padre callaba, yo, en cambio, creía que había “cosas” de aquella familia que el abuelo había borrado para siempre.
( un día dejaste de preguntarte qué hacían Ella y tu padre juntos durante tanto tiempo un día dejaste de preguntarte por su odio y el silencio del otro un día le dijiste a tu hermano que quizá había que dejar de ir a casa del abuelo porque estabas harta de sus interrogatorios después de cada visita y que viviera acusándoos de mentirosos porque no le respondíais lo que Ella quería oír porque era imposible que vosotros pasarais toda una mañana hablando con “el viejo” sólo de música y en cuanto rompíais a llorar se metía también Agustín que reía y os acusaba de ser “unos rollistas embusteros” y Evaristo reía también y no entendíais porqué teníais que aguantar la mofa de aquellos dos no entendíais nada en aquel momento y después pocos años después cuando atasteis todos los cabos aparecieron la vergüenza y el odio pero ya era tarde)
Se nos hacía difícil imaginar que papá, tímido y reservado, fuera viajante de telas y zapatos, de pequeños electrodomésticos, de recambios de maquinaria agrícola y hasta la representación de una agencia de seguros. Papá desaparecía el lunes, recorría más de media docena de comarcas con su furgoneta Renault y no volvía a casa hasta el viernes a la tarde. Papá siempre fue el gran ausente. Nos dedicaba los sábados después de “hacer cuentas” y los domingos después de misa. Los domingos a la tarde visitaba al abuelo. A papá lo queríamos porque era “uno más de los nuestros”. Cada vez que Ella comenzaba a chillarle, se nos hacía un nudo en la barriga. Aquel nudo fue siempre nuestra única forma de quererle.
A papá se lo llevó una crecida del Arroyomediano. Había llovido toda la tarde de aquel último viernes de abril, pero aún los coches podían atravesar el vado. Se le caló la furgoneta y cuando quiso salir ya era tarde, un golpe de agua lo arrastró y su cadáver apareció dos días después cerca de la desembocadura del arroyo en el Río.
Ella representó muy bien su papel durante el velorio. El abuelo cayó en un silencio del que no se repuso nunca. Conocimos por primera vez a “la abuela Helena”, la hermana menor del abuelo que había criado a papá. Yo acababa de cumplir diecisiete años y Elisa tenía un año menos. Desde ese día comenzamos a pensar en una fuga.
( a tu padre no lo mató aquel golpe de agua tu sabías vaya si lo sabías que él llevaba tiempo sin hacerse cargo de sus días del peso y dolor de cada día existía a su pesar pero existía aunque deseara lo contrario aquel golpe de agua llegó para hacerle más fácil lo que por su misma cobardía postergaba quería abandonaros a vosotros y a Ella y acabó abandonándose a sí mismo siempre has pensado que aquel golpe de agua le presentó a la muerte como un acto de caridad del azar y que él lo agradeció)
Durante todo aquel mes de mayo nuestra vida con Ella, Agustín y Evaristo se limitó a las comidas y al silencio. Elisa y yo visitábamos al abuelo cada día. Él se limitaba a asentir y negar moviendo la cabeza y, de tanto en tanto, pronunciaba algún monosílabo.
La noche de la víspera de San Juan de aquel año, murió el abuelo Santiago. Dos meses después de lo de papá, la muerte había vuelto para llevarse, otra vez, “a uno de los nuestros”. El abuelo murió solo, sentado en una silla de balancín delante de una chimenea sin fuego y en silencio. El abuelo murió mientras dormía.
Aquella misma noche de San Juan, Elisa y yo tuvimos la misma pesadilla.
(el patio a la hora de la siesta la sombra de la gran buganvilla morada emparrada sobre celosía de madera tu y Maxi leyendo en voz alta “Viaje al Centro de la Tierra” el cielo cierra la oscuridad de una tormenta y un viento seco levanta nubes de polvo sobre las huertas y os deja sin voz ni palabras y agita y golpea la puerta de la alambrada que ha quedado abierta y de pronto a través de esa misma puerta comienzan a entrar en vuelo raso partituras y fotografías del abuelo de pequeño, del abuelo con sus dos hermanas y del abuelo joven al piano y fotografías de la abuela Flora desnuda “sur l’herbe” y fotografías de la boda del abuelo y fotografías de vuestro padre con apenas cinco años de la mano de las dos hermanas del abuelo y partituras garabateadas y fotografías de vuestro padre vestido de marinerito y más fotografías del abuelo en épocas de su destierro abrazado a vuestro padre con uniforme militar y a su hermana Helena y por la puerta aparecen caminando doce gallinas degolladas que picotean las partituras y descubres que se han sentado a vuestra mesa Evaristo y Agustín y Ella que se ríen sin parar y cuando salta sobre la mesa una de las gallinas degolladas descubres que en lugar del libro de Julio Verne estáis hojeando las fotografías que trajo el viento y ya no estáis en el patio sino corriendo por el camino que lleva al vado y una nube de tierra y cucarachas os obliga a meteros en el cauce del arroyo y el agua trae tres troncos juntos sobre los que va atado un hombre vestido con traje negro que agita la cabeza a un lado y a otro y a veces es la del abuelo y a veces la de vuestro padre y entonces Maxi y tú os despertáis gritando los dos al mismo tiempo).
Al entierro del abuelo acudió casi todo el pueblo menos Ella, Agustín y Evaristo. Nos prohibió ir. Elisa y yo sabíamos cómo escaparnos. Aquel día volvimos a encontrar a la abuela Helena. Hablamos. Permaneció aún algunos días en casa del abuelo. Hablamos. Le ayudamos empaquetar trastos, el piano y, sobre todo, instrumentos que habían pertenecido al abuelo y era la primera vez que veíamos. Hablamos. Una mañana un camión de mudanzas se llevó todo. Cuando despedimos a la abuela Helena en la estación de trenes, supimos que lo que nos quedaba por hacer era sólo cosa nuestra.
(la “abuela Helena” mantuvo una mirada de dolor la tarde que tu te fuiste de la lengua y comprobaste la verdad de todos los cabos que habías atado después de haber visto lo que habías visto con ocho años menos y la abuela te ayudó a atar los cabos que te habías dejado sueltos y que te dejaron a las puertas de otro dolor que aún no conocías pero que desde entonces no ha dejado de acompañarte.)
Acabábamos de empaquetar los últimos trastos. Elisa y yo apuramos las Fantas Limón que nos había servido la abuela Helena. El sol de aquella segunda tarde de julio dibujaba una corona de luz sobre la mesa. La abuela Helena había oído, el día anterior, el relato lleno de lágrimas de Elisa y había callado. La abuela Helena encendió su penúltimo Marlboro y comenzó a hablar. Hubiéramos preferido que continuara en silencio o, mejor dicho, que el silencio continuara ocupando el lugar de la verdad.
(supiste que vuestro padre se había casado con aquella mujer después de dos años de noviazgo supiste que cuando se casaron Ella tenía un embarazo de tres meses supiste que el abuelo conocía al verdadero padre pero calló porque le interesaba que su hijo se casara con la hija mayor de un estraperlista supiste que también le interesaba al estraperlista para tapar un escándalo que le podía arruinar su negocio supiste que vuestro padre conoció la verdad cuando Ella parió a Evaristo y Agustín organizó la huerta y la cría de animales y se quedó a vivir siempre en vuestra casa supiste que lo que tú habías visto también lo había visto mucho antes tu padre y supiste que Ella era vuestra verdadera madre y te jodió)
Antes de partir, la abuela Helena nos reveló que aquella tapa de hierro con pasador que había al pie de la escalera de caracol por la que se subía al desván, era la tapa de “el pozo del silencio” y que, lo mejor era seguir el consejo del abuelo Santiago “no abrirla por nada del mundo”.
Antes de partir, la abuela Helena renovó la promesa de acogernos en cuanto decidiéramos fugarnos. Sabíamos que aún deberíamos aguantar un año en aquella casa.
Ni la abuela, ni nosotros, ni nadie hubiera podido imaginar lo que vino después.
Durante el verano se habían colocado los pilares para un nuevo puente sobre el Arryomediano –de alguna forma la muerte de papá había acelerado aquellas obras-. Estrenamos el puente la primera semana de octubre y al cabo de tres días una gran creciente puso a prueba su solidez. Aguantó.
Durante todo el verano, Ella, Agustín y Evaristo intentaron, sin éxito, entrar en la casa del abuelo y extender su huerta del otro lado del alambre tejido. Abrían la puerta de la casa, pero en cuanto ponían un pie dentro, huían espantados. Y con la huerta les sucedía casi lo mismo, intentaban regar, pero el agua desaparecía como tragada por miles de sumideros dejando la tierra reseca y salitrosa. Pensaron que “el viejo” antes de morir había “endemoniado la casa”. Callaron y pusieron en venta casa y terreno. No contaron con que Evaristo se iría de la lengua en el pueblo y acabaría jodiéndoles el negocio.
(el noveno día de octubre arreció el pedrisco antes de que la lluvia desfondara el cielo y el décimo día de octubre la lluvia llegó con viento del sudeste durante toda la mañana y el mismo viento casi a la una de la tarde de aquel día trajo el eco de una explosión en el barrio de Las Huertas y el estrépito se oyó hasta en la ciudad medieval “¿oíste?” te preguntó Maxi a la salida del Instituto mientras descandaba las bicicletas asentiste en silencio y continuaste así hasta después de cruzar el puente cuando viste el corro de vecinos cuando viste que se había venido abajo el tejado de la casa del abuelo y viste a las vecinas tapándose media cara para ocultar el espanto y Maxi te sujetaba de la mano y observabas una columna de agua elevándose dos metros del suelo y observabas que alguien había sacado fuera de los escombros los cuerpos de Ella Agustín y Evaristo y una manta cubría los tres cadáveres y tu sentiste entonces algo parecido a la paz)
Nos acercamos. Todos esperaban el llanto o el desgarro. Todos querían que sus silencios nos sirvieran de duelo. No. Ninguno de los tres muertos nos importaba nada. Eran sólo tres cadáveres. No, ni Elisa ni yo sentíamos aquellas muertes como pérdidas. No se nos había ido ninguno de los nuestros. Tampoco nos interesó, ni entonces ni nunca, saber qué hacían aquellos tres en la casa del abuelo. Nos acercamos. Nadie parecía observar la columna de agua de dos metros de alto que se elevaba desde la base de la escalera de caracol, cuyo hierro forjado resistía en el vacío. Nadie parecía advertir las melodías que se escapaban de aquel borboteo incontenible. Ninguno de ellos percibía que no era el agua la que sonaba en aquella columna, sino una sinfonía que nadie había escrito, pero quien la escuchaba una vez la escucharía siempre. Nos acercamos. Elisa me apretó la mano. “La música del agua de las goteras” le dije, pero ella me obligó a callar.
Antes de Navidades de aquel año ya vivíamos en casa de la abuela Helena. Elisa y yo estudiamos en el mismo Conservatorio que había dirigido el abuelo. Cinco años después a la abuela Helena se la llevaría un cáncer de laringe. Nunca dejó de fumar.
( Helena antes de morir te dijo la historia de esta familia es una jodida alegoría de este puto país te dijo todos enemigos de todos y cainitas de alegre escarnio y endogámicos hasta el incesto te dijo el huevo y la gallina degollada y el pan sin agradecer y el alambre tejido sobre el salitre de la tierra te dijo la lluvia que creció en el río siempre la secó la muerte te dijo el oído educado en la música de las goteras pero la música en el pozo del silencio y Helena te dijo soy una vieja puta una vieja putafina harta de la soledad de los otros y te dijo ahora cuando se me adelgazan los días no quiero otro tiempo que el que pueda pasar acompañada de vuestra felicidad. )
Elisa se convirtió en una excelente chelista. Hace tiempo que integra la orquesta del Concertgebouw. Vive entre Ámsterdam, el resto mundo y Barcelona. Yo, hace diez años, abrí mi taller de luthier y mecánico de instrumentos de viento y vivo bien.
(esperas llevas tres días entubada en la UCI del Clínico de Barcelona y lo que te han quitado del útero no tiene buena pinta esperas Maxi te visitará durante media hora quizá le comentes que llevas tres días ajustando cuentas con la memoria de vuestros días en Las Huertas o quizá continúes en silencio esperas mientras una y otra vez vuelve la música de aquella columna de agua mezclándose con el segundo movimiento del cuarteto 132 de Beethoven y piensas que tú siempre estarás“agradecida a los Dioses” esperas)
(...Ella siempre sospechó que tu te habías ido de la lengua después de aquella mañana de lluvia que habías vuelto por sorpresa desde casa del abuelo a buscar la flauta dulce que te habías olvidado y oíste ruidos en su habitación y empujaste la puerta entreabierta creyendo que estaba mala y viste lo que viste y que no pudiste entender entonces y le creíste su sarta de mentiras porque a ver qué podías hacer si además comenzó a tratarte como a una reina pero como lo bueno dura poco pronto volvió a sus cabronadas aunque se aguantara el diario reparto de bofetadas a que os tenía acostumbrados y sí es cierto que te fuiste de la lengua pero con tu hermano Maxi porque necesitabas entender lo que durante años continuaste negando y recuerdas los ojos como platos de Maxi y que te dijo que lo mejor era rezar todos los días para que se muriera pronto así Dios la condenaba al fuego eterno y vosotros podríais iros a vivir a casa del abuelo que él sí sabía lo que era la vida)
Los sábados a la mañana, el abuelo Santiago nos abría la puerta de la alambrada y nos recibía en su casa. Pan con chocolate, en invierno; melón o sandía en verano. Lo que nunca faltaba era el folio de papel pautado sobre la mesa. El abuelo había sido profesor de música cuando la República y los sábados nos enseñaba a “perderle el respeto a los acentos”. “El lenguaje es el único juego infinito” solía decir mientras su carcajada se convertía en catarro silbador. “La música es hija del lenguaje y hermana de la matemática” sentenciaba. Los juegos de la homonimia nos abría la puerta de atrás de las palabras y en cuanto le oíamos exclamar: “¡fantasía! ¡fantasía!” sabíamos que había que comenzar a escribir. Mis preferidas eran “domino”, “anima” “sabana”, aunque siempre sobresalía “disparate” –Ella, ante aquello que no entendía, solía decir “parece un disparate del viejo Carmona”, el viejo Carmona era el abuelo Santiago-. Mi hermana Elisa, en cambio, no se movía de “máscara” “tomate” “cabra” “destino” y “habito”. Y las palabras del abuelo eran siempre “presidio” “ejercito” “cornea” y “revolver”. Las combinaciones se volvían inacabables, casi infinitas. Se desvestía de razón la sintaxis. Inventábamos las faltas de ortografía. El sentido de aquellas frases nacía rescrito en los folios de papel pautado. “Perderle el respeto a los acentos” no era ni más ni menos que olvidarnos de las palabras para encontrarnos con el ritmo.
Todos los sábados, con el mediodía casi en la hora de comer, volvíamos a nuestra casa con una docena de huevos -el abuelo tenía un gallinero en el fondo de su huerta-. Una docena de huevos, envuelta de tres en tres en papel de diario y dentro de una bolsa de red que mi hermana llevaba con el mismo celo y cautela con la que se transporta la nitroglicerina. Ella nunca le agradeció a “el viejo Carmona” aquella docena semanal de huevos frescos. Sólo lamentó tener que volver a comprar huevos cuando alguien, una noche, le degolló todas las gallinas al abuelo Santiago.
(Ella temía que tu te hubieras ido de la lengua con “el viejo” pero en realidad lo único que tu deseabas era olvidar aquello que habías visto porque te daba muchísimo miedo y creías estar en pecado mortal y no sabías cómo hacer para confesarte porque al final en un pueblo todo se acaba sabiendo y jamás se te pasó por la cabeza ir a contárselo al abuelo que por otra parte seguro que ya conocía el asunto pero callaba y el día que tú solita te pusiste a atar cabos durante una siesta de verano y le comentaste a Maxi que “igual papá ya sospecha algo” y Maxi te respondió lo de siempre “Ella no puede ser nuestra madre”y tú seguiste atando cabos y no te quedó ninguna duda que lo de las gallinas degolladas sólo podía ser obra de Evaristo el hijo de su hermano Agustín Evaristo era un pocas luces que había nacido flaco de neuronas y entendimiento un bobo violento que obedecía a su padre como un perro al amo y que Ella “adoraba”)
Los días de lluvia eran los mejores. Cuatro gotas y, enseguida, se desbordaba el Arroyomediano, algo parecido a un río, que dividía la ciudad medieval del barrio de Las Huertas, donde vivíamos nosotros. Cuatro gotas y aquel arroyo que tuvo un puente, pero se lo llevó la guerra, que tenía un vado chapuceado con ruinas del puente viejo y cemento para que pasaran los coches y las personas, aquel arroyo que llevaba siempre un dedo de agua y que ni para arrojarle piedras servía, aquel arroyo los días de lluvia recogía el caudal de todas las torrenteras vecinas y crecía hasta volverse loco y nos dejaba aislados del resto del pueblo durante un par de días. Los días de lluvia eran los mejores. La alegría de faltar al colegio con “causa justificada”. La alegría de ver al abuelo esperándonos del otro lado de la puerta de la alambrada con su enorme paraguas gallego –“el hongo, el gigante y los gnomos”, reía- . Caminábamos saltando sobre los trozos de pizarra que unían aquella puerta con la de la casa del abuelo. En cuanto entrábamos, el olor a pan casero recién horneado nos confirmaba que por unas horas estaríamos en el Paraíso. La chimenea encendida, roja como una garganta afiebrada. La luz de la chimenea encendida entreabría la penumbra que se colaba por las ventanas. Sobre la mesa, el resplandor de aquella única luz. Sobre la mesa tres platos con un par de rodajas de pan en cada uno. El abuelo, sin dejar de tararear y sonreír para sí, sacaba de una alacena el frasco con miel de romero. El abuelo con una cuchara de madera dejaba gotear la miel de romero sobre cada rodaja de pan. La miel volvía de oro cada rodaja de pan. Comíamos en silencio. Los tres comíamos en silencio. Los tres sabíamos qué nos esperaba después.
Los días de lluvia subíamos al desván de la casa del abuelo para “aprender música con las goteras”. El desván, abuhardillado y casi tan grande como la planta baja, pero en el cielo de la casa, recibía la luz a través de cuatro claraboyas emplomadas. En el suelo de madera, prácticamente desierto, una variada cantidad de recipientes describían tres círculos concéntricos. Frascos de vidrio, vasos y copas de cristal, ensaladeras de cerámica, cubos de zinc, ollas, cazos y cacerolas de aluminio, un par de palanganas enlozadas picadas de herrumbre, tarros que alguna vez habían contenido olivas, aguamaniles y morteros de bronce. Todos más o menos cilíndricos y con diferentes capacidades. Según la frecuencia con que se colaba el agua por cada una de aquellas goteras, según las aberturas y profundidades de los recipientes y según se iban llenando de agua, los sonidos cambiaban. El abuelo insistía que aquello no sólo nos permitía hacer escalas, sino también derivar melodías, pero, sobre todo, “educar la sensibilidad y el oído, que es un músculo complejo que si no se ejercita, se atrofia”. Nunca repetía la disposición de los recipientes y si el agua en un cubo de zinc repiqueteaba en “do mayor” o en una palangana en “mi menor” o en un vaso de cristal en “si mayor”, sabíamos que el próximo día de lluvia todo estaría cambiado de sitio. A nosotros nos bastaba con oír, en silencio, “la música del agua” y, por supuesto, creíamos a pie juntillas lo que apuntaba el abuelo, aunque nos pareciera caótico. Con diez y once años hay palabras y autoridades que no se discuten. Nunca nos explicó y nosotros nunca se lo preguntamos, cómo era posible que aquellas goteras estuvieran dispuestas en tres círculos concéntricos casi perfectos, ni por qué, algunos días, unas goteaban más que otras. O qué pasaba con el agua de la “música de las goteras” que mi hermana Elisa y yo vaciábamos en unos cubos de madera, forrados de cobre por dentro, que estaban siempre al pie de la escalera. Él se limitaba a decirnos que arrojaba el agua en “el pozo del silencio, que es tan profundo que no se oye cuando el agua llega al fondo”. Callaba durante unos segundos y al ver nuestras caras le estallaba la carcajada. Nunca supimos el lugar exacto donde se encontraba el pozo y acabamos olvidándonos de su existencia.
Los días de lluvia regresábamos a casa con un pan casero envuelto en papel de estraza. No atravesábamos la puerta de la alambrada, los días de lluvia el abuelo nos dejaba delante de la puerta principal de nuestra casa. Nunca nos dijo por qué marchaba antes que Ella saliera a recibirnos. El día que lo supimos ya no tenía ningún interés saberlo.
(ella siempre pensó que tú te habías ido de la lengua con “el viejo” pero el abuelo jamás hablaba de la familia que bastante canutas las había pasado cuando su mujer la abuela Flora murió al día siguiente de dar a luz al niño que sería tu padre y que sobrevivió gracias a los cuidados de Rosa y Helena las dos hermanas menores del abuelo y con casi cinco años no hablaba pero hacía lecturas melódicas de cuanta partitura le ponían delante porque el abuelo le había enseñado a solfear no bien supo decir cacapedoculopis y con diez años se había convertido en pianista-prodigio pero entonces la guerra lo jodió todo y durante un bombardeo a la ciudad el abuelo perdió a su hermana Rosa y casi pierde también al niño que volvió a sobrevivir guareciéndose entre las ruinas de una casa recién bombardeada y después de aquello estuvo más de un año sin hablar y acabada la guerra detuvieron al abuelo por “humanista rojo y masón” y aguantó cinco años de cárcel y cuando lo pusieron en libertad fue para desterrarlo a ochocientos kilómetros de su ciudad y el niño creció al cuidado de Helena la única hermana que le quedó al abuelo y volvió a ver a su padre con veintidós años cumplidos recién acabada la mili y el abuelo para entonces ya estaba tan pirado como cuando tú tenías diez años y tu hermano Maxi once y os llevaba a escuchar “la música de las goteras”)
Ella chillaba, siempre chillaba y si le dábamos alguna réplica entonces volaban las bofetadas. Ella le chillaba a papá hasta escarnecerlo por razones nimias, estúpidas. Ella le chillaba a papá delante de nosotros, delante de Agustín y de Evaristo. Nosotros callábamos y los otros dos sonreían. Ella chillaba y parecía jalearse a sí misma con sus propias palabras. Todos sabíamos que aquello acababa siempre de la misma forma, nosotros confinados en nuestra habitación, papá daba un portazo y no regresaba hasta tres horas después, borracho como una cuba, durante su ausencia, la oíamos a Ella y a su hermano Agustín carcajearse de las “ocurrencias de Evaristo” –al pobre no sólo “le faltaba más de un hervor”, también era disléxico-. Mi hermana Elisa pensaba que el abuelo “lo sabía todo”, pero callaba porque nuestro padre callaba, yo, en cambio, creía que había “cosas” de aquella familia que el abuelo había borrado para siempre.
( un día dejaste de preguntarte qué hacían Ella y tu padre juntos durante tanto tiempo un día dejaste de preguntarte por su odio y el silencio del otro un día le dijiste a tu hermano que quizá había que dejar de ir a casa del abuelo porque estabas harta de sus interrogatorios después de cada visita y que viviera acusándoos de mentirosos porque no le respondíais lo que Ella quería oír porque era imposible que vosotros pasarais toda una mañana hablando con “el viejo” sólo de música y en cuanto rompíais a llorar se metía también Agustín que reía y os acusaba de ser “unos rollistas embusteros” y Evaristo reía también y no entendíais porqué teníais que aguantar la mofa de aquellos dos no entendíais nada en aquel momento y después pocos años después cuando atasteis todos los cabos aparecieron la vergüenza y el odio pero ya era tarde)
Se nos hacía difícil imaginar que papá, tímido y reservado, fuera viajante de telas y zapatos, de pequeños electrodomésticos, de recambios de maquinaria agrícola y hasta la representación de una agencia de seguros. Papá desaparecía el lunes, recorría más de media docena de comarcas con su furgoneta Renault y no volvía a casa hasta el viernes a la tarde. Papá siempre fue el gran ausente. Nos dedicaba los sábados después de “hacer cuentas” y los domingos después de misa. Los domingos a la tarde visitaba al abuelo. A papá lo queríamos porque era “uno más de los nuestros”. Cada vez que Ella comenzaba a chillarle, se nos hacía un nudo en la barriga. Aquel nudo fue siempre nuestra única forma de quererle.
A papá se lo llevó una crecida del Arroyomediano. Había llovido toda la tarde de aquel último viernes de abril, pero aún los coches podían atravesar el vado. Se le caló la furgoneta y cuando quiso salir ya era tarde, un golpe de agua lo arrastró y su cadáver apareció dos días después cerca de la desembocadura del arroyo en el Río.
Ella representó muy bien su papel durante el velorio. El abuelo cayó en un silencio del que no se repuso nunca. Conocimos por primera vez a “la abuela Helena”, la hermana menor del abuelo que había criado a papá. Yo acababa de cumplir diecisiete años y Elisa tenía un año menos. Desde ese día comenzamos a pensar en una fuga.
( a tu padre no lo mató aquel golpe de agua tu sabías vaya si lo sabías que él llevaba tiempo sin hacerse cargo de sus días del peso y dolor de cada día existía a su pesar pero existía aunque deseara lo contrario aquel golpe de agua llegó para hacerle más fácil lo que por su misma cobardía postergaba quería abandonaros a vosotros y a Ella y acabó abandonándose a sí mismo siempre has pensado que aquel golpe de agua le presentó a la muerte como un acto de caridad del azar y que él lo agradeció)
Durante todo aquel mes de mayo nuestra vida con Ella, Agustín y Evaristo se limitó a las comidas y al silencio. Elisa y yo visitábamos al abuelo cada día. Él se limitaba a asentir y negar moviendo la cabeza y, de tanto en tanto, pronunciaba algún monosílabo.
La noche de la víspera de San Juan de aquel año, murió el abuelo Santiago. Dos meses después de lo de papá, la muerte había vuelto para llevarse, otra vez, “a uno de los nuestros”. El abuelo murió solo, sentado en una silla de balancín delante de una chimenea sin fuego y en silencio. El abuelo murió mientras dormía.
Aquella misma noche de San Juan, Elisa y yo tuvimos la misma pesadilla.
(el patio a la hora de la siesta la sombra de la gran buganvilla morada emparrada sobre celosía de madera tu y Maxi leyendo en voz alta “Viaje al Centro de la Tierra” el cielo cierra la oscuridad de una tormenta y un viento seco levanta nubes de polvo sobre las huertas y os deja sin voz ni palabras y agita y golpea la puerta de la alambrada que ha quedado abierta y de pronto a través de esa misma puerta comienzan a entrar en vuelo raso partituras y fotografías del abuelo de pequeño, del abuelo con sus dos hermanas y del abuelo joven al piano y fotografías de la abuela Flora desnuda “sur l’herbe” y fotografías de la boda del abuelo y fotografías de vuestro padre con apenas cinco años de la mano de las dos hermanas del abuelo y partituras garabateadas y fotografías de vuestro padre vestido de marinerito y más fotografías del abuelo en épocas de su destierro abrazado a vuestro padre con uniforme militar y a su hermana Helena y por la puerta aparecen caminando doce gallinas degolladas que picotean las partituras y descubres que se han sentado a vuestra mesa Evaristo y Agustín y Ella que se ríen sin parar y cuando salta sobre la mesa una de las gallinas degolladas descubres que en lugar del libro de Julio Verne estáis hojeando las fotografías que trajo el viento y ya no estáis en el patio sino corriendo por el camino que lleva al vado y una nube de tierra y cucarachas os obliga a meteros en el cauce del arroyo y el agua trae tres troncos juntos sobre los que va atado un hombre vestido con traje negro que agita la cabeza a un lado y a otro y a veces es la del abuelo y a veces la de vuestro padre y entonces Maxi y tú os despertáis gritando los dos al mismo tiempo).
Al entierro del abuelo acudió casi todo el pueblo menos Ella, Agustín y Evaristo. Nos prohibió ir. Elisa y yo sabíamos cómo escaparnos. Aquel día volvimos a encontrar a la abuela Helena. Hablamos. Permaneció aún algunos días en casa del abuelo. Hablamos. Le ayudamos empaquetar trastos, el piano y, sobre todo, instrumentos que habían pertenecido al abuelo y era la primera vez que veíamos. Hablamos. Una mañana un camión de mudanzas se llevó todo. Cuando despedimos a la abuela Helena en la estación de trenes, supimos que lo que nos quedaba por hacer era sólo cosa nuestra.
(la “abuela Helena” mantuvo una mirada de dolor la tarde que tu te fuiste de la lengua y comprobaste la verdad de todos los cabos que habías atado después de haber visto lo que habías visto con ocho años menos y la abuela te ayudó a atar los cabos que te habías dejado sueltos y que te dejaron a las puertas de otro dolor que aún no conocías pero que desde entonces no ha dejado de acompañarte.)
Acabábamos de empaquetar los últimos trastos. Elisa y yo apuramos las Fantas Limón que nos había servido la abuela Helena. El sol de aquella segunda tarde de julio dibujaba una corona de luz sobre la mesa. La abuela Helena había oído, el día anterior, el relato lleno de lágrimas de Elisa y había callado. La abuela Helena encendió su penúltimo Marlboro y comenzó a hablar. Hubiéramos preferido que continuara en silencio o, mejor dicho, que el silencio continuara ocupando el lugar de la verdad.
(supiste que vuestro padre se había casado con aquella mujer después de dos años de noviazgo supiste que cuando se casaron Ella tenía un embarazo de tres meses supiste que el abuelo conocía al verdadero padre pero calló porque le interesaba que su hijo se casara con la hija mayor de un estraperlista supiste que también le interesaba al estraperlista para tapar un escándalo que le podía arruinar su negocio supiste que vuestro padre conoció la verdad cuando Ella parió a Evaristo y Agustín organizó la huerta y la cría de animales y se quedó a vivir siempre en vuestra casa supiste que lo que tú habías visto también lo había visto mucho antes tu padre y supiste que Ella era vuestra verdadera madre y te jodió)
Antes de partir, la abuela Helena nos reveló que aquella tapa de hierro con pasador que había al pie de la escalera de caracol por la que se subía al desván, era la tapa de “el pozo del silencio” y que, lo mejor era seguir el consejo del abuelo Santiago “no abrirla por nada del mundo”.
Antes de partir, la abuela Helena renovó la promesa de acogernos en cuanto decidiéramos fugarnos. Sabíamos que aún deberíamos aguantar un año en aquella casa.
Ni la abuela, ni nosotros, ni nadie hubiera podido imaginar lo que vino después.
Durante el verano se habían colocado los pilares para un nuevo puente sobre el Arryomediano –de alguna forma la muerte de papá había acelerado aquellas obras-. Estrenamos el puente la primera semana de octubre y al cabo de tres días una gran creciente puso a prueba su solidez. Aguantó.
Durante todo el verano, Ella, Agustín y Evaristo intentaron, sin éxito, entrar en la casa del abuelo y extender su huerta del otro lado del alambre tejido. Abrían la puerta de la casa, pero en cuanto ponían un pie dentro, huían espantados. Y con la huerta les sucedía casi lo mismo, intentaban regar, pero el agua desaparecía como tragada por miles de sumideros dejando la tierra reseca y salitrosa. Pensaron que “el viejo” antes de morir había “endemoniado la casa”. Callaron y pusieron en venta casa y terreno. No contaron con que Evaristo se iría de la lengua en el pueblo y acabaría jodiéndoles el negocio.
(el noveno día de octubre arreció el pedrisco antes de que la lluvia desfondara el cielo y el décimo día de octubre la lluvia llegó con viento del sudeste durante toda la mañana y el mismo viento casi a la una de la tarde de aquel día trajo el eco de una explosión en el barrio de Las Huertas y el estrépito se oyó hasta en la ciudad medieval “¿oíste?” te preguntó Maxi a la salida del Instituto mientras descandaba las bicicletas asentiste en silencio y continuaste así hasta después de cruzar el puente cuando viste el corro de vecinos cuando viste que se había venido abajo el tejado de la casa del abuelo y viste a las vecinas tapándose media cara para ocultar el espanto y Maxi te sujetaba de la mano y observabas una columna de agua elevándose dos metros del suelo y observabas que alguien había sacado fuera de los escombros los cuerpos de Ella Agustín y Evaristo y una manta cubría los tres cadáveres y tu sentiste entonces algo parecido a la paz)
Nos acercamos. Todos esperaban el llanto o el desgarro. Todos querían que sus silencios nos sirvieran de duelo. No. Ninguno de los tres muertos nos importaba nada. Eran sólo tres cadáveres. No, ni Elisa ni yo sentíamos aquellas muertes como pérdidas. No se nos había ido ninguno de los nuestros. Tampoco nos interesó, ni entonces ni nunca, saber qué hacían aquellos tres en la casa del abuelo. Nos acercamos. Nadie parecía observar la columna de agua de dos metros de alto que se elevaba desde la base de la escalera de caracol, cuyo hierro forjado resistía en el vacío. Nadie parecía advertir las melodías que se escapaban de aquel borboteo incontenible. Ninguno de ellos percibía que no era el agua la que sonaba en aquella columna, sino una sinfonía que nadie había escrito, pero quien la escuchaba una vez la escucharía siempre. Nos acercamos. Elisa me apretó la mano. “La música del agua de las goteras” le dije, pero ella me obligó a callar.
Antes de Navidades de aquel año ya vivíamos en casa de la abuela Helena. Elisa y yo estudiamos en el mismo Conservatorio que había dirigido el abuelo. Cinco años después a la abuela Helena se la llevaría un cáncer de laringe. Nunca dejó de fumar.
( Helena antes de morir te dijo la historia de esta familia es una jodida alegoría de este puto país te dijo todos enemigos de todos y cainitas de alegre escarnio y endogámicos hasta el incesto te dijo el huevo y la gallina degollada y el pan sin agradecer y el alambre tejido sobre el salitre de la tierra te dijo la lluvia que creció en el río siempre la secó la muerte te dijo el oído educado en la música de las goteras pero la música en el pozo del silencio y Helena te dijo soy una vieja puta una vieja putafina harta de la soledad de los otros y te dijo ahora cuando se me adelgazan los días no quiero otro tiempo que el que pueda pasar acompañada de vuestra felicidad. )
Elisa se convirtió en una excelente chelista. Hace tiempo que integra la orquesta del Concertgebouw. Vive entre Ámsterdam, el resto mundo y Barcelona. Yo, hace diez años, abrí mi taller de luthier y mecánico de instrumentos de viento y vivo bien.
(esperas llevas tres días entubada en la UCI del Clínico de Barcelona y lo que te han quitado del útero no tiene buena pinta esperas Maxi te visitará durante media hora quizá le comentes que llevas tres días ajustando cuentas con la memoria de vuestros días en Las Huertas o quizá continúes en silencio esperas mientras una y otra vez vuelve la música de aquella columna de agua mezclándose con el segundo movimiento del cuarteto 132 de Beethoven y piensas que tú siempre estarás“agradecida a los Dioses” esperas)
3 comentarios:
Hugo, sinceramente, me he quedado sin palabras.
Me parece una pieza excepcional, digna de antología. Uno de los mejores cuentos que he leído en la red en mucho , mucho tiempo.
La armonía con que mueves el péndulo narrativo, la excelente elección del plano semántico, la potencia semiótica del lenguaje, la tensión narrativa entre silencio y escritura y la formidable construcción de cada uno de los personajes. Desde el propio título, referencial y catafórico a la vez, cada palabra cada palabra es un trazo de una pintura formidable.
Me descubro con admiración.
¡Bravo!
Un abrazo.
"El lenguaje es el único juego infinito” solía decir mientras su carcajada se convertía en catarro silbador".
Esa frase, sensacional, al igual que éstas también:"se nos hacía un nudo en la barriga. Aquel nudo fue siempre nuestra única forma de quererle."
"Hubiéramos preferido que continuara en silencio o, mejor dicho, que el silencio continuara ocupando el lugar de la verdad."
Bella historia. No te imaginas cuánto la disfrute. Antes ( en el avant premiere) y ahora. Ahora que en Argentina, en Santiago, hay una sinfonía húmeda que me hace recordarte.
Un abrazo gigante.
Tremendo. Me costó entrar en las dos o tres primeras secuencias, por la propia naturaleza fragmentaria de la estructura, supongo, pero a medida que la historia avanza, la pieza va cobrando una altura espectacular.
Lo más destacable (según mi opinión, claro):
1) Qué bien trazado está el misterio que explica el drama de la composición. Desde tres perspectivas (dos espacios diferenciados y un flujo de conciencia) se van repartiendo los indicios que acaban confluyendo al final para revelar el secreto trágico que queda delineado desde la segunda secuencia.
2) Prosa robusta, como siempre (quizás en "Y entonces, ¿qué?" había más fulguraciones lingüísticas, pero también es cierto que aquel era otro tipo de historia; en esta prevalecen otros aspectos: el drama personal y familiar, el concepto fabuloso de la "música de las goteras", esos dos mundos antagónicos que me recuerdan remotamente a la división cortazariana entre "cronopios" y "famas", la correspondencia simbólica de una situación familiar concreta con el destino de un país...). También me gusta esa mecanismo de acumulación consistente en construir oraciones con elementos de las precedentes. Se crea un ritmo muy particular, como de círculos concéntricos (vaya qué casualidad que los recipientes para las goteras también produjeran ese efecto).
3) El concepto de "música de las goteras" que se erige en elemento vertebrador del relato y cifra la relación tan entrañable entre los protagonistas y el abuelo Santiago, y que se revela, también, como símbolo de un mundo estimulante, artístico, cuyas relaciones se tejen desde el amor a las personas, las cosas y la vida, en contraposición con el mundo representado por Ella, caracterizado por la violencia, el desapego, las mentiras. Concepto, además, que se convierte en elemento funcional para el desenlace de la trama: "la música de las goteras" acaba encarnando el papel de justicia divina.
4) Enlazándolo con esto último: me gusta esa dimensión mágica que despunta en el final. Hay algo salvífico y redentor en el derrumbe de la casa del abuelo.
5) Y el final: muy amargo en apariencia, con la imagen terrible de la protagonista entubada en la UCI pasando revista a sus recuerdos ante el (quizás) inminente final de trayecto. Y digo en apariencia, porque la rememoración de la música de las goteras, su correspondencia con el segundo movimiento del cuarteto 132 de Beethoven, enlaza con el título, con el hilo del relato y con el mensaje esperanzado que se proyecta hacia el futuro: la música, siempre, como elemento redentor.
6) Analizaría más cosas: como la polifonía de voces y perspectivas, la caracterización de los personajes, el uso de la segunda persona, etc. Pero entonces quizás me estaría excediendo.
7) No todo van a ser elogios, Hugo, jeje. Solo una reflexión relacionada con el recurso de no utilizar puntuación en la representación del flujo de conciencia narrado en segunda persona. Creo que hay algún periodo en el que se podría intentar que el encadenamiento de oraciones fuera más fluido, para representar mejor dicho flujo. Lo digo porque a veces hay pausas muy evidentes en el discurso que me parece que no acaban de casar bien con la ausencia de puntuación. Pecata minuta, de hecho, porque es una cuestión de gusto personal.
Un aplauso y un abrazo grandes.
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