Sentado sobre un cordón de piedra, oye el rumor y la pereza
del Somme que la brisa eleva y hurta. Espera. No sabe si el llamado para la
cena se adelantará a la voz de su padre. Espera. Rehila una y otra vez la
memoria de ese penúltimo día de octubre de 1232. No le ha sido fácil ordenar lo
sucedido y tener, a la vez, la certeza de que todo ha sido asunto suyo.
Recuerda y espera.
(la helada de la mañana que acuchilla los dedos, la niebla
calzada entre los bloques de piedra, la puerta entreabierta del cuarto de las
herramientas, la voz de su hermano que lo invita a entrar, el sudor de su
vergüenza ante diecisiete hombres mayores que lo reciben en silencio, su mirada
hace inventario, nueve canteros conocidos, tres albañiles con los que trabaja a
diario, tres maestros de obra que habían dirigido la cubierta de la nave, su
hermano y su padre que sonríe sin disimular el orgullo de verlo allí, lo hacen
sentar a continuación de los albañiles y él corresponde en silencio, observa el
cuadrado de yeso que ocupa el suelo, sabe, se lo han contado, que allí se traza
y dibuja la tarea de cada jornada, que después se destruye, pero que, al acabar
el día, los albañiles vuelven a blanquear el suelo, de pronto le sorprenden
tres golpes espaciados en la puerta que abre el mayor de los canteros, entra un
hombre apoyándose en un bastón, es Renaud Cormont, el arquitecto de la
catedral, pregunta por el hijo del cantero Forgeron, él se presenta, con la
vergüenza serpeándole las piernas, el arquitecto le entrega una escuadra “para
medir y tasar la materia”, dice, y un compás “para ocuparse del espacio y el
cielo”, dice, después lo hace arrodillar en el suelo, tres veces le toca los
hombros con la mano derecha, tres veces le palmea las mejillas y tres veces
pronuncia una frase en latín que él entiende a medias, no sabe, aún no sabe,
que sólo es la enunciación del número que su padre le enseñó a calcular siempre
que haya de dar con la medida y el corte exacto de la piedra, él lo llama “el
número del palmo de oro”, el arquitecto estrecha la mano de cada uno de ellos y
se retira).
Sentado sobre un cordón de piedra, el viento le trae el humo
de las casas burguesas de Amiens. Su mirada, sin embargo, se vuelve hacia la
luz de aquella tarde que envejece el oro de los abedules. Oye a su espalda la
voz pausada de su padre anunciándole la cena y, por primera vez, siente que la mano
de él se fía de su hombro derecho.
1 comentario:
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