(he tenido un problema con el escritorio de Bloguer -el problema persiste- pero después de dos meses (2meses) de silencio vuelvo con este cuento de 6 páginas y un poco y con tres apostillas finales completamente prescindibles, aunque quizá sirvan para saber que aquel lugar del mundo llamado Patagonia -¡¡¡¡no sólo es el Calafate!!!!- a veces, algunas veces sirven como el espacio en el cual podrían haber sucedido algunas cosas)
HOTEL “LA BALSA”
La historia de este cuento me la refirió Luis Goenaga, un
ingeniero de la mina de oro de Huaraco, durante una tarde de pesca perezosa en
el Nahueve, en el Alto Neuquén. A él se la había confiado un tal Benjamín
Hernanz, un chileno, famoso contrabandista de ganado en los años setenta, que
vivía retirado en el altillo de un bar de putas, en la Ruta 40, no lejos de
Chos Malal. Goenaga, cada fin de semana, consolaba su soledad con una mapuche
joven, pero de indefinible edad, que Hernanz se había traído de la Reserva de
El Huecú. Una noche de aquellas, finando ya el año 2002, mientras apuraban el
culo de una botella de “Caña Legui”, Hernanz le confesaría a Goenaga “lo que de
verdad había pasado” en el Hotel “La Balsa”, el 22 de agosto de aquel año. Los
hechos no van más allá del simple asunto policial, sin embargo hay algunas
circunstancias y coincidencias que, quizá, puedan hacer recelar de la verdad
del relato.
Aunque la historia no es mía, imagino que todo sucedió más o
menos como sigue.
20 de agosto de
2002, 16.30 hs. Matías Samat llega al Hotel “La Balsa”.
(12 habitaciones, 3 baños comunes y un salón comedor en
el que se sirven menús diarios a camioneros, viajantes y gente de la frontera,
el edificio, de una sola planta, lo hizo construir, a principios de los
sesenta, el padre de la actual dueña, cuando una balsa de maroma unía las dos
orillas de la Ruta Provincial 43 que partía el río Neuquén, muy cerca de
Andacollo; el tiempo o el salitre que va en el viento habían sangrado el ladrillo
de adobe cocido del exterior; dos antiguos surtidores cuadrados de YPF
continuaban, desde entonces, guardando la entrada del hotel).
Matías Samat llega al hotel “La Balsa”. Conduce un
destartalado jeep Willys comprado en alguna subasta del Ejército. Aunque él es
el único huésped de aquel día pide la habitación “de siempre” y reserva,
además, la habitación contigua a la suya. Suele hacerlo cuando se cita con
alguien para ajustar o cerrar algún “asunto”. Matías Samat ha vivido siempre
del contrabando y de “hacer la mula” a ambos lados de la frontera pasando
dinero sucio o a “gente poco limpia”. Siempre se ha negado a negociar un sólo
gramo de droga y brama contra los que lo hacen: “La ‘merca’ jodió al
contrabando y a los contrabandistas, antes existía una ética y un orgullo de
trabajar fuera de la ley, nadie cagaba a nadie, ahora no”.
Aquella tarde, mientras matea en la cocina, les anuncia al
cocinero y a la dueña del hotel que ya no volverán a verlo por ahí, que el
negocio que ha venido a cerrar será el último:“Me abro y esta vez será para
siempre”, dice con la mirada emboscada en las baldosas. Los otros dos sonríen.
Lo conocen. Saben que pueden desconfiar de sus palabras y de sus sentencias. En
cuanto necesite dinero, volverán a tenerlo de huésped. El cocinero le pregunta
si está enfermo. Él enciende un “Particulares” y niega con la cabeza. Dice que
al día siguiente tiene que pasar a Chile “a un hijo de puta”. Dice que aunque
el trabajo es conocido sabe que “no será fácil”.Su palabra traiciona el celo y
la reserva que los otros dos conocen sobre sus “asuntos de la frontera”.
Agradece el último mate y se retira a su habitación.
Recostado contra el respaldar de la cama, Matías Samat
alivia de balas el tambor de un”Chato” Smith and Wesson de 38 milímetros. Oye los
aullidos del viento que filtra la rendija de una ventana mal cerrada y que se
confunde con el ladrido de los perros. Silva. El pequeño cortaplumas de su
llavero puntúa en cruz el plomo de cada bala. Después las realoja una a una en
el cargador. Hace girar el tambor y aquel sonido fríe el silencio en un
instante. Silva. Deja el arma sobre la mesilla. Saca del bolso una radio y un
libro forrado con papel de diario. Sintoniza una emisora chilena de música
clásica. Schubert. Cuarteto 14 en Re menor. “La muerte y La doncella”. Segundo
movimiento. Tarda un par de minutos en reconocer lo que oye. Sonríe. Abre el
libro. Es la Biblia de su padre muerto, un pastor adventista que predicaba en
el sur de Mendoza. Siempre deja que sea el azar el que le indique la página que
habrá de leer: Isaías, capítulo 24. (24.1:Y he aquí que Jehová vacía la
tierra y la desnuda y trastorna su faz y hace esparcir a sus moradores). Va
y viene por la habitación. Lee y recita en voz baja, casi como si temiera oír
su propia voz. Se detiene. Arranca el scherzo del tercer movimiento. Un minueto
con la viola mediando entre los dos violines y el chelo. La viola celestinea un
minueto entre la doncella y la muerte. Levanta la vista y se desconoce en la
imagen que le devuelve el espejo del armario. Cierra la Biblia. Intenta repetir
algunos de los versículos que acaba de leer. Es inútil. Observa el “chato” del
38 durmiendo sobre la mesilla. Se sienta en el borde de la cama. En el fondo
del bolso descansan una botella de güisqui escocés, pero chileno y una Mossberg
500 de 12 mm recortada y con corredera. Acaba el minueto y vuelve a pensar en
la doncella.
(usted conoce la historia de Emma Sánz la dueña del hotel
usted sabe que es de Zapala pero con media vida en Buenos Aires usted sabe que
en abril del 77 ella y su marido fueron secuestrados por el Grupo de Tareas del
Regimiento 101 de La Plata y quedaron “chupados” en el campo de exterminio de
La Cacha usted sabe que a ella no la tocaron porque estaba embarazada de seis
meses y traía gemelas y el jefe del Grupo enseguida calculó el precio que podía
sacarle a las niñas pero le dejaron oír los gritos de su marido que no pudo
resistir tres días seguidos de “máquina” usted sabe porque ella se lo dijo que
pasó el resto del embarazo en una celda del Penal de Olmos con la cabeza dentro
de una capucha que se quitó a medias el día del parto en cuanto oyó el primer
llanto de las nenas y pudo ver la cara la inolvidable cara de Ernesto Velari el
médico que acababa de asistirla cruzándole la cara de una bofetada mientras
volvía a encapucharla y a sujetarla a la camilla y después un portazo y después
el silencio quitándole la voz aunque se desgañitara y después el engaño del
sueño y la lenta caída en la fosa abisal y la demora que resigna la espera de
la muerte pero de repente vuelve a sentir dolor porque siente la mano de una
enfermera del Penal que ha comenzado a curarla y le dice “ha perdido mucha
sangre m’hijita” y ya le cose la herida y ella reconoce aquella voz que repite
“este hijo de puta quiere dejarte morir” y una semana después aquella misma
enfermera la pone en el maletero de un coche y la deja en una calle de La Plata
cerca de Plaza Moreno y le quita la capucha rogándole que no se vuelva le da un
beso en la nuca y desaparece usted sabe ella se lo ha contado que regresó a la
casa de Zapala y que un año después de la muerte del padre decidió reabrir el
hotel que aunque fuera un pésimo negocio a ella le servía para enterrarse y
sobrevivir sin más compañía que el olvido)
Matías Samat cae en la cuenta que aquello que oye ya es el
final del cuarto movimiento -una tarantela que, de la mano de la sífilis,
Schubert convertiría en un remedo de danza de la muerte-. Devuelve la Biblia al
bolso. Camina hasta la ventana. El Neuquén lleva la carga y la prisa del primer
deshielo. El viento pespuntea sobre el agua la última luz que cierra aquella
tarde. Vuelve a pensar en la doncella. El cocinero le golpea la puerta y le
anuncia que tiene la cena servida en la cocina.
(tres días usted pasará tres días en el hotel “La Balsa”
esperando al “hijo de puta” que tiene que pasar a Chile tres días tres días con
el viento aullando en su ventana leerá y releerá la Biblia y caminará por la
orilla derecha del Neuquén con la única compañía de un par de perros y repasará
las armas una y otra vez y mateará en la cocina y hablará para poder callar y
cada anochecer escuchará música clásica mientras apura su güisqui escocés pero
chileno tres días pendiente del rumor de los coches que se acercan al hotel
siempre gente de paso y usted seguirá siendo el único huésped del hotel “La
Balsa”).
La mañana del tercer día, la mañana del 22 de agosto, Matías
Samat, sentado a una mesa, matea con Emma Sánz en el restaurante aún vacío.
Ella hojea el diario “Río Negro” de hace dos días. Sobre el mostrador una
radio. FM Valdivia y “música de los 80”. Desde la cocina el estallido de la
cebolla en el fondo de una cacerola. Matías Samat, con el mate en la mano, se
acerca a una de las dos ventanas del restaurante. Por primera vez duda si
tienen algún sentido aquellos tres días de espera. Sale fuera. El viento lo
malea de arriba abajo y la luz helada de la mañana le navajea los ojos. Oye a
lo lejos el motor de un coche. Mira el reloj. Poco antes del mediodía lo tendrá
en el hotel. Vuelve a entrar. Sobre la mesa el diario que hojeaba Emma Sánz ha
quedado abierto en la página de Policiales. Observa, destacada, la noticia que
ella nunca tendría que haber leído. Ernesto Velari continúa prófugo. Además
de la “megaestafa” le abren causa por “crímenes de lesa humanidad”. Caen dos
cómplices. Oye la voz de ella en la cocina. Dobla el diario y lo deja sobre
el mostrador junto a la pava y el mate. Vuelve al ventanal del restaurante que
da a la Ruta 43. Espera. Veinte minutos después, un taxi con matrícula de
Neuquén Capital se detiene en medio del camino de grava. Baja un hombre
trajeado, sesentón, alto y cargado de espaldas. El taxi continúa hacia la mina
de Guaraco. El viento obliga al hombre a avanzar ovillándose sobre una pequeña
maleta que sujeta con las dos manos a la altura del pecho. Entra al hotel.
Matías Samat lo recibe con las manos en los bolsillos.
-¡Pero esto es el culo del mundo!
–exclama ensayando una sonrisa.
- Hace tres días que lo espero
-responde Matías Samat, congelándole la sonrisa-. Tres días al pedo tienen
precio.
El hombre se acerca al mostrador. Emma Sánz confirma la
reserva sin levantar los ojos del Libro de Entradas. En cuanto lo ha visto
aparecer por la puerta ha deseado equivocarse sobre “el hijo de puta” que Samat
lleva tres días esperando, cuando oyó su voz ya no le quedaron dudas. Sabe que
su verdadero nombre no es el que ella tiene anotado en la reserva. Sabe cual es
su verdadero nombre.
Los dos hombres se sientan a una mesa..
-Tres días de espera son tres mil
dólares, más lo que me debe son ocho mil en total –Samat no disimula su
aspereza.
-Vos me viste cara de gil, me
querés tomar el pelo...
-Primero, no nos hemos revolcado
juntos como para que me andes tuteando –le interrumpe Samat elevando la voz-.
Usted está busca y captura. Yo levanto ese teléfono de ahí –señala hacia el
mostrador- y en diez minutos tengo aquí la Gendarmería. Y la segunda llamada se
la hago a “las viejas de Plaza de Mayo”. Le repito, son ocho mil o va en cana
-Samat pone sobre la mesa el “Smith and Wesson”. El otro enarca las cejas
cuando ve el arma y le entrega un fajo de billetes.
-Cuéntelos. –ordena Samat-. Sólo
quiero ocho mil ni uno más ni uno menos”.
-¿A qué hora saldremos? -pregunta
el otro añadiendo algunos billetes más.
-A la tardecita -Matías Samat se
guarda el dinero en los bolsillos y la pistola en la cintura-. Después del
almuerzo se va a su habitación y espera que yo lo llame.
Samat entra a la cocina.
-Por qué lo trajo aquí, Matías
-Emma Sánz se enjuga las lágrimas.
-Me contrataron para pasar a un
estafador con problemas –Samat enciende un “Particulares” y le ofrece otro a
ella-, después me enteré de quién se trataba.
-Quiero que lo saque de aquí
ahora mismo.
-No podrás ser.
-¿Por qué?
-Porque él nunca llegará a Chile.
-¿Piensa entregárselo a la
Gendarmería?
-No –Matías Samat se pasa “el
chato” de una mano a la otra-. Le llegó la hora. La ley, en estos casos, no
sirve. Se aplica tarde, mal y la justicia no va más allá del ridículo. Solo
Dios puede juzgar y sólo Él conoce esa esencia. A nosotros, pobre hatajo de
infelices, nos queda la “vendetta” o el olvido –Sentencia.
-Hágame el favor de esconder eso
–la alarma de lo ojos de Emma va de la pistola a la espalda del cocinero.
Salen al pasillo al que dan las doce puertas de las
habitaciones. Ella enciende un cigarrillo tras otros y moquea.
-Este tipo,
después del almuerzo –comienza Samat-, se dormirá una linda siesta –sonríe-. Sí
señor, una linda, linda siesta. O lo hace usted o lo hago yo.
-¿Hacer
qué, Matías? –pregunta Emma Sánz con las lágrimas llenas de humo.
-¡Bang!
–Samat aprieta en el aire un gatillo imaginario y añade-. Dejarlo en la siesta
eterna. No se preocupe, la culpa siempre será mía –Sonríe-. ¿Entiende ahora
porqué cuando llegué dije que este sería mi último asunto?
-Matarlo no
me devolverá las nenas –Y sus lágrimas puntúan las baldosas.
-Dejarlo
vivo y dejarlo lejos, tampoco –responde Samat.
-Usted no
puede entenderlo. No es fácil. Ellos nos derrotaron. Tanto a los que estaban en
el choque armado como a los que estábamos en el choque social, nos derrotaron.
Ellos no se contentaron con matar. Querían hacernos desaparecer. Quitarnos
hasta la dignidad de la muerte –Emma Sánz siente que el pecho se agita con sus
palabras-. Usted no lo sabe, no lo puede saber, pero ellos tomaban mate
mientras torturaban a la gente. Les importaba un carajo si confesabas o no.
Ellos torturaban para pasarte por el morro su victoria. Yo podría matar a
Ernesto Velari. Nunca he disparado un arma, pero nadie me negará que tengo toda
la legitimidad del mundo para pegarle cuatro tiros a este hijo de puta. No crea
que no lo pensado, pero ¿sabe una cosa?, sería como darle la razón a ellos y a
todos los que han vivido llenándose la boca con la teoría de “los dos
demonios”. –Se enjuga las lágrimas y enciende otro cigarrillo- A mi, hoy mismo,
sólo me interesa la noticia de su muerte, pero no su muerte –sonríe a las
baldosas-. Aunque tampoco le negaré que esa noticia no me aliviaría el alma.
No. ¿Sabe? –le busca la mirada a Samat-. Siempre he pensado que somos hijos del
azar y del tiempo. O, si prefiere, que la vida y la muerte no son más que
casualidades, por eso ahora me va a dar lo que tiene en la mano –le dice
pidiéndole el arma-. No quiero que haga una estupidez.
-No crea
que no la entiendo, pero si este tipo sale con vida de aquí, yo le garantizo
que no pasa el Cerro Chico –Samat señala hacia fuera con el índice mientras le
entrega el “chato”.
Emma Sánz entra en su habitación, en la habitación que
reservó para sí cuando decidió quedarse a vivir en el hotel. Cierra la puerta y
pasa el cerrojo. Su mano siente el peso
del “chato”. Quiere deshacerse del arma, pero el arma tira de ella y se
sorprende apuntando al vacío a través
de la ventana. Un temblor le viborea el espinazo. Deja el revólver sobre la
mesilla y se recuesta en la cama. Entorna los párpados. Es posible que intente
negar aquella maldita coincidencia con Ernesto Velari, el hombre que decretara
su muerte después de verla parir. Es posible que piense que aquello no es más
que la celada de una pesadilla y que todo habrá acabado al despertarse. Es
posible. Sin embargo sabe, hace tiempo que lo sabe, que todo aquello es la
realidad y que el horror es su cifra. Cierra los ojos. Se tapa con la colcha y
espera que un abismo le gane la espalda. Es posible que sueñe, entonces, todas
las formas de matar a Ernesto Velari. Es posible que se vea empuñando el
“chato” del 38 y a Ernesto Velari con dos balazos en medio de la frente. Es
posible que vea a dos mujeres sin rostro disparando dos veces el mismo
revólver. Es posible que oiga aquellos dos disparos resonando dentro de sí,
pero que sean tan sólo dos golpes en la puerta de su habitación que acaba de
dar el cocinero, preocupado por ella.
Se despierta. Es posible que no tenga la certeza, aún, de cual es la realidad a
la que ha despertado. Entreabre la puerta y, aunque se le empastan las
palabras, le pregunta si Samat ya se ha ido. Él asiente, pero le anuncia que el
chileno Hernanz está en la cocina mateando solo y que pasará la noche en el
hotel. El cocinero se despide hasta el día siguiente y ella le corresponde con
un movimiento de cabeza. Vuelve a cerrar la puerta. Abre la canilla del
lavamanos de la habitación. Sus manos recogen el agua helada que se astilla en
su cara y se desliza por la comisura de los pechos. Se peina y se recoge el
pelo. Hace tiempo que decidió no entenderse con la imagen que le devuelve el
espejo. Se pone un chal de lana sobre los hombros y sale al pasillo.
Inmediatamente su mirada busca la puerta de la habitación que ocupara Ernesto
Velari. Duda. Se dirige a la cocina. El chileno Hernanz la saluda y le ofrece
un mate. Ella sonríe. Conoce la displicencia de los gestos que acompañan a
aquel hombre. Un extraño podría pensar que él es el dueño del hotel y ella una
huésped privilegiada.
-Esta tarde
vi al Matías, pero él no me vio a mi –le dice entornando la mirada bajo los
párpados.
-¿Iba solo?
–pregunta ella, mientras aviva las brasas de la estufa de la cocina de leña
-Ni lo uno
ni lo otro –Hernanz no levanta la vista del suelo.
-No le
entiendo
-Yo estaba
bajando el Cerro Chico –comienza, mientras le pasa un mate-, llevaba un caballo
de tiro, además del mío, venía de la frontera cargado de “aparatitos”. Oí el
Whillys del Matías, roncando en primera, mientras subía la parte jodida del
Cerro. De repente se paró en seco. Oí unos gritos. La voz de él se mezclaba con
los de otro tipo. Bajé un poco más el camino, Saqué el rifle y los busqué con
la mira telescópica. Durante un momento pude ver a un hombre mayor corriendo
camino abajo, pero no me fue fácil seguirlo –Hernanz apura dos mates seguidos y
enciende un cigarrillo-. Oí, entonces, un disparo de posta. Sólo la Mossberg
del 12 del Matías tiene aquel sonido.–Calla. El silencio se adensa durante más
de un minuto.
-¿Y? –le
urge Emma con el atizador aún en su mano.
-Matías
arrancó el Whillys y encaró el atajo que va a dar al Nahueve –Hernanz vuelve a
callar. Arruga el ceño y la boca. Niega con la cabeza y continúa-. Un ratito
después sonaron dos disparos de revólver y un grito desgarró de arriba abajo el
silencio del Cerro –Levanta la vista y le sonríe-. Tuve que sujetar fuerte a
los dos caballos. Estaban asustados como si acabaran de ver algo para lo que
nosotros no tenemos ojos ni oído. Los bichos no engañan ...
-...encontró
al muerto? –le interrumpe Emma.
-Ni muerto,
ni vivo, ni herido. Nadie. Perdí más de una hora rastreando y nada. Carroña
para los caranchos, pensé. Eso sí, los caballos continuaron con las orejas
tiesas y les costaba seguir bajando. Tuve que venir lentito y por eso se me ha
hecho tarde para a llegar a Chos Malal con luz de día –deja la silla. Tose.
Sonríe al vacío- Usted tendría alguna...
-...¿alguna
pieza? –le interrumpe ella- Piezas hay de sobras. El hotel está vacío.
-He atado
los animales en el patio de atrás
-Déjelos
ahí. Ahora mismo entro los perros, así no habrá problemas a la noche
-Tengo la
carga fuera y...
-¿Pero
usted no se había retirado? –pregunta Emma mientras destapa un par de cacerolas
con restos de la comida del mediodía- ¿Qué anda trayendo ahora?
-Telefonitos
y computadoras portátiles –Hernanz comienza a reír- No se lo va a creer, pero
tengo toda la carga vendida a los de la Gobernación.
Sale y vuelve a entrar con la “carga” que deja en el
comedor.
-¿En qué
pieza me pongo, Emma? –pregunta asomándose a la cocina.
-En la que
más rabia le dé –le dice ella, mientras vuelve a poner la pava en el fuego y
renueva el mate. Es, entonces, cuando oye a Hernanz maldecir en voz alta y en mapuche. Inmediatamente se lo encuentra
en la puerta de la cocina. Nunca le había visto antes aquella cara de espanto.
El hombre se persigna y se apoya con una mano en la pared.
-En la
pieza seis... –Hernanz intenta recuperar el resuello-...en la pieza seis hay un
hombre muerto. –Ella intenta salir, pero él la sujeta por un brazo-. No vaya
Emma, mejor no vaya.
Pero ella sale. Se asoma a la habitación. Se tapa la boca
con la mano. Ahí tendido en la cama está Ernesto Velari con dos agujeros de
bala en medio de la frente. Uno encima del otro.
-Mire, le parecerá cosa de
“gualichu” –oye a Hernanz a sus espaldas-, pero fue este tipo al que yo rastree
con la mira durante unos segundos antes que Matías disparara con la escopeta.
Emma Sánz parece no oírlo. Vuelve a su habitación. Sobre la
mesilla aún descansa el “chato” del 38. Busca a Hernanz y lo encuentra en la cocina.
Le tiende el arma y el otro no sabe cómo disimular su desconcierto con todo
aquello .
-Usted que
entiende de estas cosas. ¿Le faltan balas a este revólver?
El otro hace girar el tambor un par de veces.
-Faltan dos
balas –le responde y deja el “chato” sobre una mesa-. Este 38 es del Matías
¿no?
-Se lo
quite yo para que no hiciera una locura –enjuga sus lágrimas y sirve dos vasos
de vino-. Quería matar a ese tipo en cuanto estuviera solo en la pieza. –Emma
apura la mitad de su vaso y le relata todo lo sucedido.
-Ahora hay
que ver qué hacemos –Hernanz apura
también su vaso hasta la mitad- Cómo se le entrega ese muerto a la Gendarmería.
-Usted poco
o nada puede hacer. Lo único que le queda es marcharse de madrugada y bordeando
el río –Emma enciende otro cigarrillo y niega con la cabeza-. El problema lo
tendré yo con los gendarmes...
-... yo, de
usted, no le daría muchas vueltas –la interrumpe Hernanz-, a ese tipo lo mató
el Matías, de eso no tenga dudas –Sonríe-.Y usted también sabe que ningún gendarme
jamás se atreverá a detenerlo.
Es posible que aquellas fueran las últimas palabras que Emma
Sánz cruzara con Hernanz. No se volverían a ver. Cuando Hernanz dejó el hotel,
Emma Sánz ya se había marchado.
Y hasta aquí llega lo que yo sé o lo que Hernanz le contara
a Goenaga. El resto, lo que sigue, es aquello que todo el mundo conoce, pero
que siempre ha preferido callar.
Se sabe que una camioneta de la mina de Huaraco dejó a Emma
Sánz, de madrugada, en Andacollo. Se sabe que sacó de la cama al cocinero y que
le hizo un relato atropellado de todo lo sucedido. Se sabe que el único taxista
del pueblo, ya con la amanecida, la dejó en Chos Malal en el sitio donde se
toman los buses a Neuquén-Capital, sin embargo, uno de los dos taxistas de Chos
Malal recuerda haberla llevado hasta Zapala. “Son viajes que no se
olvidan”dice.
Se sabe que aquel mismo día, el cocinero volvió al hotel,
abrió todas la habitaciones, pero en ninguna de ellas encontró el cadáver de
Ernesto Velari. Se sabe que al día siguiente pasó a Chile con toda su familia.
A nadie dijo de qué huía.
Dos meses después, cedió el techo del hotel y, en su caída,
arrastró buena parte de las paredes. Al cabo de una semana un par de máquinas y
camiones de la mina de Huaraco –nunca se supo quién los contrató- completaron
la demolición y el Hotel “La Balsa” quedó reducido al embaldosado roto de un
rectángulo a ras del suelo.
(Luis Goenaga, un par de años después de aquello, fue
trasladado a Chile por la Berrick Gold
y destinado a una mina en tierras arrebatadas a los mapuches,
Benjamín Hernanz
murió apuñalado en una calle de Chos Malal, enredado en un oscuro asunto
de putas y “negocios poco limpios”,
a Emma Sánz la
busqué durante un año, pero nadie supo darme noticia de su vida o de su muerte
y los pocos datos ciertos que recogí me los desbarató una llamada anónima,
y yo, desde aquella tarde con Goenaga, ya no he vuelto a
pescar en el Nahueve).
Apostillas al cuento "Hotel La Balsa"
Puente sobre el Neuquén a la altura de Andacollo. A la derecha de la imagen aún se observan las torres a las cuales iba sujeta la maroma cuando aún funcionaba la balsa. El primer puente fue construido por el Ejército en 1968 y, posteriormente tuvo algunos ajustes para hacerlo plenamente transitable.
Aunque la fotografía es de un "Almacén de Ramos Generales" de Chos Malal -a unos cuantos kilómetros al sur de Andacollo- la fotografía sirve para ilustrar la cuestión de los surtidores de YPF en sitios en los que no hay Estaciones de Servicio urbanas
Finalmente un fragmento de un mapa de carreteras bastante explícito de lo que es el Alto Neuquén
...ah, por supuesto, no he encontrado ninguna fotografía del "Hotel La Balsa"
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