Tren de Vilanova a Barcelona. Escribo. Llevo días emboscado
en un poema en catalán. Escribo. Un hombre acaba de sentarse delante de mi.
Tejanos gastados, zapatos negros y una mano sarmentosa que coloca un bolso
negro debajo del asiento. Levanto la vista. Ojos azules. Arrugas. Olor a tabaco
acabado de fumar. Sonríe. Silencio. Escribo. Me observa. Advierto que me
observa. Su pregunta no tarda en llegar. Quiere saber si soy poeta. Le respondo
que sólo escribo poesía. Sonríe. Silencio. Dejo de escribir en cuanto lo vuelvo
a oír. “A usted igual le parecerá una tontería lo que voy a decirle y ya le
pido que me disculpe, pero verá, yo tomo este tren todos los días para ir a
trabajar, siempre el de las siete y diez, siempre. Me gusta hacer el viaje
mirando el mar. La luz, ¿sabe usted?, no el sol, la luz nunca es la misma. Cada
día la luz convierte a este mar en otro mar. No sé... ¿usted me entiende,
verdad?” Asiento en silencio. Sé que no podré ir más allá del silencio. Sé que,
a veces, es mejor que algunas palabras no se encuentren con la ruina de otras
palabras. El hombre me malentiende. Su mirada mezcla menos perplejidad que
vergüenza. Coge su bolso y cambia de vagón.
(más o menos así sucedieron las cosas el último viernes de
septiembre de 2011, desde entonces no lo he vuelto a encontrar, desde entonces
evito los asientos que dan al mar)
1 comentario:
Haces bien, la prevención ante unas ciertas visiones marítimas es indispensable. A veces el mar como algunos compañeros de viaje pueden jugar malas pasadas.
Salud
Francesc Cornadó
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