viernes, 28 de febrero de 2014

La Muerte del Padre I. El Cazador



Sobre la mesa, desarmada, la Magnun 9mm. que le entregara, hace años, el hermano de su madre. Ha comenzado la limpieza del arma parte por parte, con un afán casi redentor, como si quisiera aliviarle el peso de su secreto o de su último pecado. Sonríe. Se acerca a la ventana. Acaba de pasarle la escobilla al cañón de la pistola. Lo pone a contraluz y da por bueno el pavonado. Durante unos segundos permanece asomado a la ventana. Diez metros más abajo, el último resplandor de la tarde serpentea sobre los techos de los coches que apuran el tránsito de Avenida Córdoba. Se vuelve hasta la cocina. Silva. Pone a calentar agua para el mate. Silva. Observa el portarretrato que enmarca la fotografía que comparte con su madre cuando tenía diez años, pero su mirada enseguida se detiene en la maleta abierta sobre el sofá. En menos de cuatro horas se encontrará viajando hacia el sur. Lo sucedido aquella mañana ha precipitado su regreso a Neuquén. Sabe que en casa de sus tíos nadie hará más preguntas de las necesarias. Su tío Osvaldo, el hermano mayor de su madre, recibirá la Magnum como quién recibe la vuelta de un hijo pródigo. Tampoco hará preguntas su tía Carmen, la hermana de su padre, cuando le devuelva el poemario de Bustriazo Ortiz, Elegías de la piedra que canta. Un libro que había pertenecido a su padre y que durante cinco años siempre ha llevado consigo. Y le devolverá, sabe que será difícil, pero le devolverá dentro de ese libro, tal como el azar se lo entregara un día, el breve relato escrito por su padre en una hoja de cuaderno, una hoja que el paso de los años acusan ocre y frágil. Nunca le ha sido fácil la lectura de aquel relato. Suele releerlo en voz alta y, casi siempre, sus propias palabras le han resultado forasteras y extrañas. Sin embargo ya sabe, desde aquella misma mañana sabe, que cada vez que lo relea, un temblor le ganará el espinazo y nada podrá evitarlo.

Va hasta la cocina. Pone el agua caliente en un termo. Se sirve un par de mates y se acerca nuevamente a la ventana. Una parte de la noche ya desempata la penumbra de aquella tarde de final de otoño. Sonríe. Todo acababa de cerrarse como lo había imaginado cinco años atrás. Todo. Solo le quedaba copiar el relato de su padre en el cuaderno de espiral de alambre que le servía de diario. Se sienta a la mesa, aparta con cuidado las piezas de la Magnum y comienza a escribir.

El Hijo

El general Walter von Hünnerdarf de la 6ª División Panzer, hace días que evita todo encuentro con el mayor Herman Stauffer del 4º Regimiento de Panzergranadier. El general Walter von Hünnerdarf recuerda, pero quisiera no recordar, el día que vio desnudo de cintura para arriba a Herman Stauffer, desde entonces, teme menos al enemigo que a sus dudas. Sabe –lo ha averiguado- que el mayor Herman Stauffer es de Opole, Alta Silesia. Recuerda Opole y los días que siguieron al final de la Primera Gran Guerra. Recuerda a Ilse Stauffer, la telegrafista, y sus paseos a orillas del Oder. Recuerda un bar de Opole y la mirada de Ilse anunciándole su embarazo. Recuerda la promesa y la mentira con que disimuló su espanto. Recuerda su viaje a Berlín sin despedirse de Ilse. Recuerda, pero quisiera no recordar, el día que vio en el cuello de Herman Stauffer la misma mancha que ocultaba el pelo de Ilse. Pensó, entonces, que el mismo azar que los había citado podía separarlos después de un combate. Pensó que el otro sabía de sobras quien era él y también podía estar imaginándole el mismo destino. Por primera vez sintió que el horror se ocupaba de sus dudas.  Durante el mes de Julio de 1943 la Wehrmacht y el Ejército Rojo libran la atroz batalla de Kurks –la victoria caía del lado alemán, pero Hitler decidió dejarla en empate porque el general Patton había desembarcado en Sicilia-. El 13 de Julio por la tarde, el general Walter von Hünnerdarf, al frente de un convoy de tanques Panzer IV, se desplaza por la maltrecha carretera que une Jarkov, en Ucrania, con Bélgorod, en Rusia. En el Batallón de Reconocimiento que los precede se ha integrado el mayor Hermann Stauffer. Poco antes de llegar a Bélgorod, el mayor observa, en lo alto de un montículo, el movimiento de un francotirador enemigo. Lo localiza en la mira de su fusil y espera. Poco antes de llegar a Bélgorod se avería el carro de combate en el que viaja el general Walter von Hünnerdarf que se ve obligado a poner pie a tierra. Un disparo destroza el casco del general que cae desplomado. Inmediatamente se oye otro disparo, es el de Herman Stauffer que abate al francotirador. El tiempo que ha mediado entre un disparo y otro es imposible de fraccionar. El general muere dos días después, las esquirlas del casco le han destrozado el cerebro. Al cabo de treinta días, durante la retirada alemana de Jarkov, el “fuego amigo” de la Lutwaffe acaba con la vida de mayor Hermann Stauffer.

Domingo de Pascua de 1970.

Después de releerlo a media voz, ha cerrado el cuaderno y lo ha dejado en la maleta abierta. Se sirve un par de mates y retoma su tarea con la pistola. Enciende la radio. Un programa de jazz en Radio Continental. “Out to lunch” de Erich Dolphy. Tararea. Acaba de repasar el muelle de retroceso de la Magnun y vuelve a servirse otro par de mates. Tararea. Piensa en el texto de su padre reescrito, ya, definitivamente, en el cuaderno que acumula la memoria desigual de sus días. Recuerda aún su desconcierto después de leerlo por primera vez, en presencia de su tía Carmen. Recuerda sus preguntas que, también por primera vez, se desentendían del héroe y la tragedia y buscaban desnudar la circunstancia, el hecho pequeño y cotidiano, que había llevado a su padre, con dieciocho años recién cumplidos, a escribir aquello. Su tía Carmen había sido escueta, casi telegráfica. Así, supo que su padre, hasta  mediados de 1970, había trabajado como ayudante de un guía y baquiano de caza, un tal Valentín Pedreiro, en el Coto del Cañadón de los Baguales, cerca de San Martín. Supo que había un par de alemanes, amigos de Pedreiro, que todos los años venían a cazar ciervos colorados. En el campamento, durante el asado de la noche, solían contar anécdotas de la Segunda Guerra, que ambos habían hecho en el “frente ruso”. Además, el mejor cazador de ellos dos, llamaba a su mira telescópica “la Stauffer” porque, según afirmaba, había pertenecido a su mejor amigo, Herman Stauffer, un francotirador muerto en combate. “¿Aquel cazador era Mandstein?” preguntó y su tía afirmó con la cabeza, en silencio, sin poder ocultar la mueca de un rictus amargo. Nunca le preguntó, sin embargo, por la parte cifrada de aquella historia. Sabía que el abuelo Agustín, el padre de su padre, había sido un déspota con su dos hijos y con la abuela Elisabeth, avaro hasta la crueldad y amigo de los castigos físicos. Aunque no lo preguntara, suponía que toda la familia tenía motivos para odiarlo, para desear que el azar de la muerte se lo llevara por delante cuanto antes. Pensó entonces y aún continuaba pensando, que su padre intentaba realizar en la ficción aquello que la moral y la ley le impedían hacerlo en la realidad. El abuelo Agustín moriría el 8 de julio de 1971, en Santiago de Chile, adonde había ido por negocios de tierras. Un terremoto de 7.8 derribaría el techo del prostíbulo en el que el hombre pasaba la noche. Todos los hechos que se sucedieron después y que encadenarían la historia de su padre no necesitaba preguntárselos a nadie. Eran parte del relato, de la memoria ligada y del duelo de la familia.

(1974. Su padre trabaja como profesor de Castellano y Literatura en el Colegio Nacional de Neuquén. Se casa y él nace poco después. Su padre se destaca en las luchas del Sindicato de Maestros. Un Grupo de Tareas del Ejército lo secuestra en 1977. Queda “chupado” en el campo de exterminio “La Escuelita”. Nunca más volvieron a verlo. Su madre y él escaparon a Montevideo, después a Sao Paulo y, finalmente, se quedaron en  México. Allí, después de diez años, se suicidará su madre. Sus tíos de Neuquén se harán cargo de él).

Ensambla el muelle de retroceso y las partes restantes de la Magnum. Gatilla en vacío un par de veces y la deja sobre la mesa. Apura los últimos mates. Por la radio suena el saxo soprano de Coltrane, "My favourite things".

Observa la soledad de la pistola mientras va quitando una a una las balas del cargador. Siete años, piensa, siete años desde que su tío, el hermano de su madre, le entregara la Magnum. Él acababa de cumplir los dieciocho y se ganaba la vida como viajante de “menaje y ferretería” para las provincias de Neuquén y Río Negro. No le eran ajenas las armas. Había trabajado año y medio en el Coto de Parque Diana. Sabía disparar, matar y rematar un animal. Supuso qué se proponía su tío y aceptó practicar con la Magnum una vez a la semana y no hacer preguntas. Dos años después, su tío le presentó una lista con cinco nombres. Tres militares en activo y un ex capitán del Ejército. Los cuatro habían integrado el Grupo de Tareas del Ejército que había secuestrado a su padre, el quinto era un médico. Ninguno de ellos vivía ya en Neuquén. Su tío dijo: “Ya son demasiados años y seguimos igual, la ley es cosa de abogados que falsean y joden la justicia cuando y como quieren”. Su tío dijo: “La venganza es la otra forma de la justicia ni menos legítima, ni menos digna”. Su tío le propuso acabar con los cinco de la lista, habría de matar uno por año. Él aceptó y se conjuraron.

El sargento Cadierno y los suboficiales Maidana y Taboada, murieron todos de la misma forma, en la puerta de su casa, a primera hora de la mañana y de dos disparos hechos con silenciador, el primero al estómago y el segundo al corazón.

El ex capitán Medina Lavayén era propietario de una empresa de seguridad y vivía en un country en las afueras de Quilmes. Él se había trasladado a Buenos Aires. Vivía en un apartamento de la Avenida Córdoba y trabajaba como “viajante-suministrador de productos e instrumentos de hostelería”. El capitán Medina Lavayén se movía siempre con guardaespaldas, salvo en el momento de subir al piso de su amante. Él lo esperó en el ascensor y le disparó dos veces antes que el capitán sacara su arma.

El médico, el quinto de la lista, se llamaba Helmut Mandstein y era el cazador alemán que había inspirado el breve relato de su padre. Había sido un SS Waffen, nunca había combatido en el frente ruso y había integrado el cuerpo de médicos de Buchenwald y Dachau. Helmut Mandstein, treinta y tres años después, había sido “el médico” del campo de extermino “La Escuelita” y, desde 1985, vivía cerca de Palermo. Cada mañana, de diez a once y sólo de diez a once salía a pasear acompañado de su bisnieto de cuatro años. Él, desde hacía casi un año, cada mañana, de diez a once, buscaba el momento de sorprenderlo completamente solo. Y aquella mañana, aquella misma mañana de hacía casi nueve horas todo se había precipitado. El niño que abandona la mano de su bisabuelo y corre tras una pelota ajena. El bisabuelo que llama a gritos al niño. Él que acelera el paso con la mano en la sobaquera. Helmut Mandstein enmudece y el espanto le gana los ojos, en cuanto ve la pistola que lo encañona. Sin embargo, lo que ninguno de los dos no sabe es que alguien desde algún sitio, alguien que también esperaba aquel momento, tiene localizada en una mira telescópica la cabeza de Helmut Mandstein y se la atraviesa de un solo disparo, tan sólo una fracción de segundo después, mientras muere sin morir aún, acusará en el estómago y el corazón las coces inevitables de una Magnum 9mm.

Observa la soledad de la pistola sobre la mesa. Observa el cargador desnudo y la media docena de balas que pasan del cuenco de su mano izquierda a una pequeña caja de cartón. Aquella mañana había sentido como nunca que su mano era parte de la Magnum, que tiraba de sí y que aquellos dos disparos, aunque inútiles, buscaban el cuerpo de Mandstein para cerrar el envilecimiento de cinco años de cazador solitario, para cerrar definitivamente cinco años de su vida en otra vida. Pero todo aquel final, sonríe, no dejaba de ser una mala copia del final del relato escrito por su padre.

Observa la soledad de la Magnum sobre la mesa junto al cargador desnudo. Piensa, hace tiempo que lo piensa, que ninguna de aquellas cinco muertes le habrá devuelto la vida de su padre, ninguna le habrá indicado el lugar donde yace el cuerpo de su padre, pero piensa, no es la primera vez que lo piensa, que le habrá devuelto a la muerte cinco de los suyos, cinco que andaban por la vida sin ningún derecho a seguir en ella.

Pone la Magnum a dormir entre la ropa de la maleta junto al cargador y el silenciador. Y pone a dormir también el portarretrato con la fotografía que les hiciera a él y a su madre un fotógrafo de la Plaza del Zócalo. Apaga la radio adelgazando los últimos acordes de “Blue Train” -Coltrane y McCoy Tayner dándose relevos-. En una mochila de mano, pone el mate, el termo, la lata con la yerba, la radio y el libro de Bustriazo.
No dejará de tararear la melodía de "Blue Train" hasta que el bus inicie el viaje al Sur.

Para O comentario: El domingo 2 de marzo se cumplirán los cuarenta años del crimen de Estado cometido sobre Salvador Puig Antich... va por él este cuento, mis lágrimas y mi rabia. 
"Nosaltres no oblidem"



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