domingo, 7 de abril de 2013

El Encuentro




(advertencia para embarcaciones pequeñas, medianas grandes y otras naves desconocidas, el texto que comienza aquí tiene 14 (catorce) páginas, quién se atreva tiene toda mi solidaridad y comprensión, incluso si vive en Barcelona o aledaños podemos quedar para hacer una birra -que pagaré yo, por supuesto.)



Santiago Cruz oye una lancha que se dirige a la isla. Consulta la hora. Las cuatro de la tarde. Se sorprende. Sale de la casa. Es la lancha de Paco Verdana, el balsero, que trae alguien a bordo. Lo reconoce. Lleva tres años sin verlo. Lleva sin verlo desde el día en que decidió su destierro voluntario en la isla 60. –una isla sin nombre en medio del río Negro y una casa grande que pertenece al Club de Canoas y Pescadores Isla 60-. Lo reconoce. Es Moreira Ferro, un cura jesuita. Le extraña que venga a verlo.

(..dice que viene a visitarme a quedarse una semana ¡nada menos! después de tres años sin saber nada de él viene a verme y no me queda más remedio que estrecharle la mano falsearle la sonrisa y el asombro cuando en realidad tengo ganas de preguntarle a qué carajo ha venido justo ahora que el olvido comenzaba a saldar la resignación y la derrota después de tres años de la necesaria distancia del silencio...)

El día siguiente de la llegada de Moreira Ferro a la isla, se levanta con lluvia. Temporal de junio, de la segunda semana de junio. El río comienza a crecer. El río acarrea marañas de saucesmimbres hurtados a la margen derecha. El río acarrea el ocre invariable de un cielo candado en el agua. El río, poco a poco, acaba sitiando el terraplén de cemento sobre el que se levanta la casa. Han de poner a salvo una docena de canoas –que acomodan en la habitación que Santiago Cruz destina a taller- y diez gallinas ponedoras que confinan en la sala más grande de la casa –el bar del Club de Canoas durante el verano- y, finalmente, en la cocina, se hace un hueco Tupac, un dogo bueno con el jabalí y perezoso con las perras.

(... la crecida del río rodea la casa veo que se caga pero enseguida me da una mano con las canoas y las gallinas intento tranquilizarlo le prometo salir a trampear nutrias cuando baje un poco el agua pero me dice que sólo se quedará una semana y pienso que se está arrepintiendo de haber venido a verme y si no fuera por la crecida ya se hubiera vuelto y lo oigo hablar y me decepciona porque aunque han pasado tres años sigue siendo un cura sólo que ahora es más viejo más torpe y más cagón...)

Durante cuatro días la creciente los resigna a la lectura, el mate y la Caña Legui junto a una negra cocina a leña. Hablan de la guerra en las islas del Sur, de lo que oyen por la radio, de las arengas de los comunicados de la Junta Militar y de la inminencia de una victoria inglesa.

Aunque evitan ajustar la memoria y el silencio, la tarde del cuarto día Moreira Ferro le comenta su reciente relectura del Barrabás de Pär Lagerkvist. Santiago Cruz, no oculta su sorpresa. Recuerda que, algunos años atrás, el otro le había prestado aquel libro. Ríe. Le escucha hacer las mismas observaciones de entonces:

-Las contradicciones de aquel Barrabás no lo convierten en un personaje interesante, sino todo lo contrario, lo vuelven más espeso, poco verosímil, y demasiado atado a lo alegórico –Moreira Ferro lee en voz alta algunos pasajes y apunta-. Esta duda de Dios que parece torturar a Barrabás es antes la angustia de Lagerkvist que la de su propio personaje. Lagerkvist, como buen sueco, intenta convencerse de que sólo la búsqueda de Dios da sentido a la existencia. Su Barrabás acabará encontrando ese sentido una hora antes de morir.

(...cuarto día de lluvia el río sigue creciendo y ahora éste me sale con Barrabás con Lagerkvist y el asunto del traidor y la culpa y parece que no le gusta mucho que le señale que a veces son intercambiables y me dice que aquel Barrabás cargará con la culpa de ser libre y se convertirá en traidor casi a su pesar pero sé de sobras hacia adónde quiere llevarme conozco sus jodidas celadas de jesuita él y yo sabemos muy bien quién traicionó a quién y cómo se repartieron las culpas ¡la culpa de ser libre! será hijo de puta...) 

La traición. Santiago Cruz le  menciona, a su vez, “Tres versiones de Judas”, un viejo cuento de Borges. El otro lo conoce y lo recuerda.

-Sin duda, el planteo de “el Viejo”es trasgresor –dice Santiago Cruz-. Dios no se habría encarnado en un simpatizante de la causa esenia llamado Jesús, sino en Judas, un zelota radical, capaz de cometer los pecados más abyectos, como la traición de la confianza “hacerse hombre hasta la reprobación y el abismo”.

-“El Viejo”, como siempre, acierta –apunta Moreira Ferro-. Ese hijo de Dios que propone tiene una extraordinaria medida humana. Se hace material y, sobre todo, le otorga sentido a su inmolación. Es un pecador que merece la cruz. Ha conocido todas las bajezas del pecado y se sabe culpable. ¿De qué vale expiar los pecados de los otros sin haber probado nunca el placer y la miseria del pecado propio?

-De esta forma, el Salvador sería Judas, ¿no? –sonríe Santiago Cruz.

-Yo me preguntaría si hubo salvación o si tiene sentido continuar hablando de aquella salvación –señala el otro. Se sirve una copita de Caña Legui que alterna y mezcla con el mate amargo y continúa-. A Roma siempre le ha importado un carajo la compensación de las almas o el desalojo de Dios en cada acto de injusticia. Roma lo mezcla todo y así les va –Niega con la cabeza. Abre la portezuela del brasero de la cocina. Atiza las brasas y del cajón de la leña elige un tronco de piquillín.

(...lo veo venir ¡“el desalojo de Dios en cada injusticia”! anda buscando un atajo para la confesión y el perdón un atajo que le lavesu jodida conciencia ¡son todos iguales!...)  

-“El Viejo” también acierta cuando señala que el beso de Judas es superfluo –continúa Moreira Ferro, con el tronco de piquillín aún en la mano y la puerta del brasero entreabierta-. Jesús era un personaje público y político. Predicaba dentro y fuera de la sinagoga y lo conocían, de sobras, tanto la oficialidad romana, como el Sanedrín, ¿qué sentido tenía, entonces, que alguien lo “marcara” con un beso? Ninguno.

-A no ser que quisiera dejar planteada una pauta simbólica: evidenciar la traición de la confianza –afirma Santiago Cruz mientras comienza a preparar una masa para hacer tortas fritas-. Un acto ignominioso para cualquier judío de la época –continúa-. No es casual que del beso de Judas hable Mateo, que predicaba en Judea y Lucas, que se las veía con los griegos paganos, acostumbrados a unos dioses que no se andaban con remilgos a la hora de castigar la traición.

             -¡Santiago! Me sorprendés, pibe –exclama riendo Moreira Ferro-. No te conocía esa erudición evangélica. No me digas que te has hecho protestante.

-No he caído tan bajo –responde el otro mientras estira la masa-.Cuando me vine a la isla traje un par de libros de “el Viejo”, Los Mitos Griegos de Graves y una Biblia. 

            -Ninguno de los cuatros evangelistas sabía hacer la O con un canuto –apunta Moreira Ferro-. Los evangelios, en realidad, los escribían los discípulos que sabían hebreo y griego. Después, los Concilios se encargaron de “adaptarlos” –ríe, introduce el tronco en el brasero, cierra la portezuela y abre un cuarto de tiraje de la chimenea.

(...amaso oigo el ruido de las llamas que golpean las paredes de hierro de la cocina el ruido de las llamas ocupan el silencio que han dejado sus palabras amaso y ahora ya veo llegar a la víctima al héroe y a la conciencia universal...)

-El beso de Judas, la risa de Dios, se encamaba María Magdalena sólo con Jesús.  Si acepto la Eucaristía como una renovación ad eternum de la inmolación de Cristo por qué es un sacramento que no confiere carácter y, sin embargo, lo confiere la Confirmación que no deja de ser una herencia estúpida de los cruzados. Cuando el Principal de la Orden en Buenos Aires me oyó exponerle algunas dudas como estas y cositas de la “crítica teológica” primero me privaron de ministerio en el país y después me mandaron dos años a Brasil. Al final, una patada en el culo y condenación eterna a quemarme en el infierno como ese tronco de piquillín –apura el vasito de caña y cierra el tiraje de la chimenea. Con el mate en la mano se acerca a la ventana que da a la margen izquierda del río. El silencio trae de fuera el rebufo del viento en la lluvia.
-Recordame el año –le pregunta Santiago Cruz, mientras pone la sartén sobre una de las hornallas y le añade seis cucharadas de grasa de pella.

-Abril del 79 –responde Moreira Ferro sin apartarse de la ventana. Deja pasar el plomo líquido de un minuto de silencio y, volviéndose a medias, pregunta- ¿Por qué?

-No...Nada –Santiago Cruz niega con la cabeza mientras comienza a cortar en triángulos la masa que acababa de estirar-. Eso quiere decir que ya no sos jesuita.

            -Más o menos -responde Moreira Ferro- Hace un año que me expulsaron de la Orden, aunque vos ya sabés que para mi, ser jesuita es, ante todo, una señal en el alma que no desaparece ni después de la muerte –ríe y vuelve a callar. Su silencio lo ocupa el crepitar de las tortas fritas en la sartén- Tengo la mala idea de escribir un relato muy breve con un solo asunto: la culpa y tres personajes, Barrabás, Judas y Jesús –Santiago Cruz se vuelve hacia él con las manos aún enharinadas. No puede ocultar su sorpresa, -. No, no me mires con esa cara. No sé si aún tenés aquella Olivetti Lettera... –sus palabras provocan la carcajada del otro.

(...ya no es cura pero sigue siendo un cura pensé que se atrevería a hablar de lo que tiene que hablar pero me equivoqué yo no sé qué fue lo que pasó unas horas antes de que él abandonara la Capilla de Isla Grande y él no sabe lo que pasó después creo que teme que yo le hable de aquello que no quiere escuchar sigo sin entender a qué carajo vino a la isla...)

-No la tengo aquí. Sigue en casa de mi abuela. Era de mi viejo y después del accidente...–dice Santiago Cruz, mientras pone en la sartén una segunda tanda de tortas fritas-. Si querés escribir te puedo dejar un cuaderno.

(... y entonces sin pensármelo mucho le digo que su idea es buena y que yo también escribiré un relato con esos mismos personajes pero sobre la traición...)

El día que comienzan a escribir también cesa la lluvia. La entrada de viento de la Cordillera abre el sol en el agua. Y el río, lentamente, inicia el descenso. Tercer día. Domingo. Santiago Cruz se levanta a las ocho de la mañana, como siempre. Entra en la cocina, aún en penumbras, para prepararse unos mates. Advierte sobre la mesa un pequeño crucifijo, con base metálica, rodeado de la cera derretida de dos velas ya consumidas. Media hora después aparece en la cocina Moreira Ferro. Despega con un cuchillo la cera adherida a la mesa y la arroja al brasero de la cocina. Se persigna y con el crucifijo en la mano regresa a la habitación sin pronunciar palabra. Al cabo de una hora, ya está en la cocina, con su cuaderno bajo el brazo. Y comienza a compartir los mates con el otro.

            -Oime, no vuelvas dejarte velas encendidas,¡eh! Se podría haber prendido fuego la casa –le advierte Santiago Cruz, sin ocultar su malhumor .

            -Eran velas consagradas –responde el otro.

            -¿Y...?

            -No ha pasado nada porque ha sido Dios quién las ha consumido –sonríe-. Sí, ya sé que para vos es una estupidez, pero para mi es nada más que un asunto de fe.

(...está más piantado de lo que pensaba...)

Después de comer -tallarines amasados por Santiago Cruz y aderezados con un estofado de lomo de jabalí conservado en grasa-, bajan al terreno que el río ha dejado en su descenso. Caminan. Los acompaña Tupac. Cien metros de leve pendiente hasta la orilla. Sus botas se hunden en el barro aún fresco. La pequeña playa de grava fina ha desaparecido.

            -Esta bajando –Santiago Cruz señala con la cabeza hacia el río- Mañana ya se podrá cruzar. Será jodido, pero mi canadiense tiene buen aguante.

Vuelven a la casa. El silencio entre ambos sólo es roto por los ladridos del perro.
Moreira Ferro le anuncia que dormirá la siesta y se recluye en su habitación.

Santiago Cruz da de comer a las gallinas que aún continúan confinadas. Después, prepara mates. Enciende la radio. Todas las emisoras retransmiten el partido de Argentina-Bélgica del Campeonato Mundial. Apaga la radio. Advierte que el otro ha olvidado su cuaderno sobre la mesa. Lo abre casi clandestinamente. Párrafos tachados. Frases inconclusas conectadas con flechas de ida y vuelta. Y restos de papel en la espiral de alambre, señal de que algunas hojas han sido arrancadas. Sonríe. Entra en su habitación y vuelve con un cuaderno grueso en el que lleva “algo parecido a un diario”. Comienza a leer la versión que ha dado por buena de su relato. Es muy breve. Deja el cuaderno abierto sobre la mesa y se asoma a la ventana que da al río. Su mirada se detiene en la luz afiebrada y débil de la tarde que decae sobre la prisa marrón del agua. De pronto, cree notar a sus espaldas el silencio y los ojos del otro. Se vuelve y encuentra a Moreira Ferro sentado a la mesa. Le tiende una hoja de cuaderno escrita por las dos caras y le pide que lo lea. Santiago Cruz lee en silencio.


La duda de Barrabás

Acaban de liberarlo. Sin embargo, la gente del Cónsul le exige la muerte del único discípulo zelota que sigue al rabino esenio que hoy morirá en su lugar. Él, primero ha sonreído y después se ha encogido de hombros. No le han gustado las palabras de los otros, pero también sabe que no será difícil cumplir aquel compromiso.

Acaban de liberarlo. Todo depende de la velocidad de su prisa. Evita calles y recorridos donde podría encontrarse con gente conocida. Antes de salir por la Puerta de la Ovejas, un embozado, del cual sólo atina a ver el carbunclo de los ojos, le ha entregado una sica que él oculta entre sus ropas. Sus pasos buscan el atajo que discurre entre las huertas más antiguas. Una senda que comienza entre dos almendros, dobla en ángulo recto al llegar al Triángulo de los Olivos y se encamina a la Casa de las Higueras. Conoce aquella casa. Se aproxima. Observa a un hombre sentado en el suelo que le da la espalda. Se aproxima. El hombre continúa inmóvil. Saca la sica. Conoce a quién ha venido a matar y se extraña que el otro no oiga sus pasos. En el momento en que intenta ajustarle al cuello la curva de su puñal, el hombre se vuelve y le sonríe y aquella sonrisa le ata la mano en el aire.

            -No es a mi a quién has venido a matar, aunque hoy hayan preferido tu libertad y mi condena –dice el otro, incorporándose mientras le busca la mirada-. Para encontrar al que es de Keriot y kanaim, como tú, habrás de volver sobre tus pasos hasta el Gólgota y allí lo verás. Tienes viejas cuentas que ajustar con él y ahora, además, su muerte te la exige la gente del Cónsul, pero llegas tarde, Barrabás –el hombre camina uniendo la sombra de dos higueras.

Él retrocede. Duda de las palabras del otro acerca de Judas. Duda de que aquél sea el mismo rabino esenio que la guardia romana se llevó, mientras a él lo liberaban, pero lo ha reconocido y lo ha llamado por su nombre. Desconfía. Se pregunta a quién espera aquel hombre en casa de Judas.

            -No intentes entender lo que no podrías explicar –le dice el otro y él siente crecer su ira al ser sorprendido, de aquella forma,  en sus pensamientos-. Mejor vuelve a Keriot y saluda a tu madre.

Quiere esconder la sica, pero la sica tira de su mano y se hunde en el costado izquierdo del otro que cae de rodillas. La sangre y la mirada desesperada. La sangre y los ojos clavados en el cielo. Sobre la tierra reseca, limpia aquel puñal con forma de falsa hoz y lo esconde entre sus ropas. De pronto, desaparece el sol y la tierra comienza a temblar bajo sus pies. Corre. Aún no sabe que el otro no morirá y continuará en aquel sitio hasta la fiesta de las siete semanas. Aún no sabe que nunca llegará Keriot. Desconoce su condena, aún no sabe que el día que vuelva a pisar Jerusalén, él y los suyos acabarán inmolándose en el Templo.

Moreira Hierro lee en silencio el relato que acaba de entregarle Santiago Cruz.


La cabeza del muerto

Cruza su mirada con el esenio que acaban de condenar. Sabe que le será difícil olvidar el espanto de aquellos ojos. Mientras los soldados le quitan las ligaduras de tripa de cerdo, cruza su mirada con aquel hombre al que el Cónsul acaba de endosarle la muerte que para él tenían reservada. Prefiere no pensar y se pierde entre el gentío. Camina de prisa. Se dirige hacia el Sur. Cruza el torrente de Tiropeon. Camina. Deja atrás la piscina de Siloé. Camina. Las calles se estrechan, se retuercen, se abren y se cierran sobre sí mismas. El laberinto le gana los pasos en un barrio que nunca fue el suyo, pero donde todos lo saludan y se alegran de volver a verlo. Entra y sale de tres casas distantes. En la primera, bebe con unos conocidos que celebran su regreso. Camina. En la segunda, una mujer lo convida a su mesa y a su cama. Le reclama el tiempo perdido, pero nota que ni él ni su cuerpo le responden. Sale a una terraza. Salta a otra y a otra y en la tercera se descuelga a una calle. Entra en la última casa de aquella calle y se encuentra con doce ancianos reunidos, sentados en el suelo y en silencio. Lo han estado esperando. Uno de ellos le arroja a sus pies una sica. La recoge. Sabe qué esperan de él. No hacen falta palabras. Todos conocen al traidor que él habrá de matar, pero no mencionarán su nombre para no condenarse. Él guarda el arma entre sus vestiduras, reverencia a los doce ancianos y sale a la calle. Vuelve a la ciudad. Camina. Busca la Puerta de la Ovejas. Camina. Se interna en la zona de huertos viejos. Le extraña la soledad y el silencio de las tierras que atraviesa. Camina. De pronto, se sorprende ante el huerto que busca, diría que el huerto ha salido a encontrarlo. Ve la casa pequeña y detrás de la casa la copa de una higuera. Apura sus pasos sobre la tierra reseca. Rodea la casa. De una de las ramas de la higuera, pende, estrangulado, aquél a quién él ha venido a matar. Ríe. Descuelga el cuerpo del muerto y con la sica, no sin esfuerzo, le separa la cabeza. Sabe que acaba de decidir un destino diferente para Judas. Sabe que ningún zelota vería con buenos ojos matar a un muerto. Sabe que ya nunca podrá decir la verdad ante los ancianos. Piensa que la muerte de un traidor tampoco merece ningún peso ajeno en su conciencia. En aquellos momentos, una tempestad oscurece el día y la tierra comienza a temblar. El cuerpo sin cabeza rueda sobre si mismo hasta quedar desnudo al pie de la higuera. Se da prisa. Rasga un trozo de la vestidura de Judas, envuelve la cabeza y comienza a correr. 

Santiago Cruz abre el brasero de la cocina, introduce dos troncos de jarilla, pone agua a calentar y renueva el mate. Ríe, niega con la cabeza y habla dándole la espalda al otro.

            -¡Como siempre! Vos y yo coincidimos tanto como discrepamos. Para los dos, Barrabás es un asesino, pero no de la misma persona. –se aproxima a la mesa y le pasa el primer mate al otro-. En tu caso mata a uno que podría ser Jesús y en el mío decapita a Judas que ya se ha suicidado. Damos por traidor a Judas. Vos seguís a Borges y lo colgás de la cruz y yo, evangélicamente, lo cuelgo de la higuera.

            -Estamos de acuerdo en hacer de Barrabás el único protagonista de los dos relatos. –comienza Moreira Ferro con la vista puesta en los cuadernos abiertos, mientras sus dedos juegan con las dos hojas escritas-. A Barrabás sólo le interesa acabar con Judas, pero en los dos casos llega tarde. Sin embargo, para mi es sólo un asesino y para vos es, además, un traidor político.

            -Culpables y traidores siempre van juntos –Santiago Cruz sonríe para sí y continúa-. Barrabás y Judas son caras de una misma moneda.

            -No siempre –apunta Moreira Ferro-. Judas es un traidor, pero no mata a nadie. Barrabás es un asesino, pero ni el Evangelio, ni el mito, ni Lagerkvist, ni vos, ni yo, ni nadie puede decir que mata porque es un traidor.

            -Traiciona la confianza de los viejos zelotas que le encargan matar al único traidor: Judas –Santiago Cruz cierra su cuaderno y añade- Traicionar la confianza, para un judío y, sobre todo para un zelota, era una ofensa que sólo se lavaba con el talión.

            -De todos modos, más allá del mito de Judas o de Barrabás... –Tupac ladra con insistencia desde fuera y Moreira Ferro se interrumpe para abrirle la puerta. El perro, cubierto de barro, entra y se echa junto a la cocina. Continúa-... lo jodido es cuando uno  convierte en metáforas a estos dos personajes, lo jodido es cuando se intenta utilizar esas metáforas para entender lo que pasa y lo que deja de pasar en el mundo –Moreira Ferro observa el barro reseco de sus botas y el barro que comienza a secarse sobre el cuero blanco de Tupac. Levanta la vista para recibir un mate del otro y añade -.Vos, por ejemplo, me parece que metés la pata cuando pensás que yo fui un traidor porque abandoné o dejé vendida a Magdalena en la capilla de Isla Grande...

            -...vos sabés que si hubieras aguantado con ella en la capilla... –le interrumpe Santiago Cruz
-...la capilla estaba “quemada” y eso no era ninguna novedad. Alguien...

             -...que tiene nombre y apellido –vuelve a interrumpirle Santiago Cruz-. Paquito Verdana, el balsero. Es cana. Hace un año nos pusimos en pedo y me lo cantó todo.

             -...alguien del Ejército –continúa Moreira Ferro, desentendiéndose de las palabras del otro- le había dado un ultimátum al Provincial de Buenos Aires, un hijo de puta que no me podía ver. Después de ladrarme: “¡Una capilla no puede ser un aguantadero de la subversión!”, me anunció que habían decidido mandarme a la Misión del Matto Grosso “por mi bien” –se sirve una copita de caña Legui, hace sonar la bombilla del mate y añade-. Me dieron una semana para entregar la capilla. Cuando volví a Isla Grande, me encontré con la sorpresa de Magdalena, embarazada, dentro de la capilla. Había tenido que rajar de Bahía. Le dije que estaba en una ratonera y que en cualquier momento podía secuestrarla el Ejército...

-¡...pero si no tenía adonde ir! –Santiago Cruz enciende dos faroles de gas, se sube a una silla y los cuelga de sendos ganchos que bajan del techo y continúa-. La estructura estudiantil del partido estaba echa mierda y el resto del partido estaba en desbandada general. Ella tenía una barriga de seis meses y la perseguían tanto los Grupos del Ejército como de la Marina y, además, para su familia, incluso para sus viejos, era una apestada...

-Estaba convencida que si caía, la mantendrían viva sólo hasta el momento de parir... –Moreira Ferro vuelve a mirarse los pies mientras habla.

-...en el 79 ya no les quedaba a quién matar y los Grupos de Tareas comenzaron a “hacer caja”. La venta de recién nacidos era y es un negocio “limpísimo” –apunta Santiago Cruz mientras deja la mesa y, sobre el fogón grande de la cocina, pone una olla con agua para calentar, a baño María, los tallarines que sobraron del mediodía.

-No sé, Santiago, puedo llegar a entender tu rencor –comienza Moreira Ferro-. En este puto país, desde el Golpe del 76, el que no está con Judas está con Barrabás y la única inocencia permitida es la Pilatos. Ese ha sido un triunfo de los milicos. Lo único que se ha de esperar es que pierdan esta puta guerra con humillación y escarnio...

...es interesante lo que estás diciendo, pero no sé adónde querés llegar –el otro lo ha dicho sin volverse y ha continuado ocupado con los tallarines de la cacerola.

-No sé si querrás creerme, pero yo no entregué a Magdalena a los milicos y  pienso que vos no podés acusarme de nada, porque tampoco te moviste mucho para salvarla –lo ha dicho casi sin levantar la voz.
-Te tendría que mandar a la mierda ahora mismo –le responde el Santiago Cruz, mientras se vuelve a medias y queda debajo del cono de luz del farol que ilumina la cocina de hierro-, pero pienso que algo de razón hay en lo que me decís –se aproxima a la mesa y sonríe para sí-. Yo siempre llego o demasiado tarde o demasiado temprano. Con ella llegué enseguida al amor y al sexo y tardísimo a la política. Antes del Golpe, yo era uno de aquellos pelotudos que estaban en todo, pero que no estaban en nada. Ella, en cambio, se comprometió hasta el final. Si fui a Bahía a estudiar Agronomía fue, un poco, por  admiración y un poco por seguirla...

-...te comentó alguna vez... -le interrumpe Moreira Ferro.

-¿Qué se encamaba con vos cuando venía al pueblo? –Santiago Cruz  ríe, mueve la cabeza y vuelve a sentarse, aunque aleja su silla de la mesa-. Hasta los perros de Isla Grande lo sabían. La cagada era que la familia de ella...

-...pero si los viejos vivían en Bahía –interrumpe el otro.

-pensá que el nombre a ese pueblo de ahí enfrente, se lo puso el bisabuelo de Magdalena y el resto de toda su familia vivía y vive en Isla Grande, para ellos Magdalena era una puta y estaba perdida, pero vos...
-...¿yo! –Moreira Ferro no oculta su perplejidad.

-...vos eras el cura del pueblo y además ¡jesuita! Intentá meterte en la cabeza de unos gallegos católicos que todos los días le ponían una vela al retrato de Franco.

-...sí, supongo que por eso no venían a misa.

-¡A ver pibe! ¿Tanto te cuesta imaginar quién fue el que batió el asunto a tus “superiores” y después a los milicos?

-Pero vos como sabés...

-Aquella curda con Paquito Verdana me aclaró muchas cosas –Santiago Cruz vuelve a ocuparse de la cacerola que ha puesto a baño María.

-¿el bebé...

-No te preocupés, no era ni tuyo ni mío, era de Amadeo, el trostkito con el que vivía desde hacía poco más de un año –Santiago Cruz se vuelve hacia el otro-. Un buen pibe. Lo secuestró un Grupo de Tareas de la Marina en casa de Magdalena y quedó “chupado” en “La Escuelita” de Puerto Belgrano.

(...la buscaban a ella cuando se lo llevaron a Amadeo y ese día casi caigo yo también y por suerte lo vi todo desde lejos y le pude avisar a Magdalena y sacarla de un examen y zafamos por poco porque al rato el mismo Grupo de Tareas entraba en la Facultad de Agronomía y Magdalena se escondió durante algunos días en casa de sus padres aprovechando que los viejos estaban en Brasil hasta que pudo tomar un tren a Isla Grande y estoy por mandarlo a la mierda otra vez porque todo esto ya se lo conté con pelos y señales la última vez que nos vimos en Bahía, pero me levanto y voy hasta la cocina y revuelvo los tallarines en la cacerola...)

-Yo sabía lo que aún sentía por ella y que continuar a su lado me alejaba de Dios y de los demás –Moreira Ferro, nuevamente, habla en voz baja-. Quería quedarme, pero no podía quedarme. Le insistí que la capilla era el peor sitio para ella. Le propuse que se viniera conmigo, que en Buenos Aires podía conseguirle un sitio seguro. Se rió y me mostró una pistola, dos cargadores y una caja de balas. Le dije entonces que se refugiara en casa de su tía Elisa...

-...primero fueron a la casa de su tía Elisa y después a la capilla. No la encontraron. La detuvieron esperando el tren –le interrumpe Santiago Cruz.

-Pero, entonces, vos, aquel día..
.
-Mirá –comienza el otro, mientras reserva la cacerola sobre la plancha de hierro de la cocina-, después que vos y yo nos despidiéramos, no tardé en tomar el primer tren a Isla Grande. Llegué al atardecer. El Ejército había tomado el andén. No dejaron bajar a nadie. Acababan de detenerla. Tuve tiempo de verla esposada, de ver cómo desaparecía dentro de un jeep y perderse tras una nube de polvo. Tuve tiempo de ver cómo tres soldados abrían el bolso que ella había dejado en un banco. Hurgaban dentro, sacaban su ropa, se la probaban por encima, bailaban y todos los demás aplaudían y reían a carcajadas. Aquella forma casi escolar del escarnio es el primer recuerdo que me llega cada vez que pienso en ella. Tuve que tragarme todo mi odio porque sucedió lo que preveía. Los milicos subieron al tren y comenzaron a sacar afuera gente que iban eligiendo al azar. Me sacaron. Manos a la nuca mientras me pedían a gritos que les entregara la Cédula de Identidad. Por suerte yo llevaba encima la Cédula Federal...

-...el mejor certificado de “buena conducta” –le interrumpe el otro, sonriendo.

-...¡exacto! –confirma Santiago Cruz y continúa-. Pero, aún así, me separaron del resto a mi y a otros tres pibes cuando vieron que los cuatro éramos de Isla Grande. Nos pusieron mirando a una pared. Volvieron a cachearme. Comenzaron a patearnos los tobillos mientras nos preguntaban todo a la vez, si nos conocíamos, si conocíamos a Magdalena Almendros, de dónde veníamos, si vivíamos o no en el pueblo ...

-...preguntaron por mi –le interrumpe el otro, casi con un murmullo.

-...¡por supuesto! Y si habíamos visto armas y explosivos en la capilla. Pero también por qué vivía con mi abuela y no con mis padres y les tuve que decir que era huérfano y que mis viejos habían muerto en un accidente –Santiago Cruz pone los cubiertos sobre el hule de la mesa, pone una jarra con vino y otra con agua y una panera con galleta seca y continúa-. Daba igual lo que les respondieras. Te interrumpían para ver si te pisabas y volvían a preguntarte lo mismo una y otra vez. A la hora apareció un oficial con las Cédulas de Identidad en la mano. Nos las entregó y, literalmente, nos mandó a la mierda.

-La sacaste barata...

-No vayas tan rápido. Estaba por llegar a casa de mi abuela, cuando advierto que hay un jeep del Ejército en la puerta. Apoyado en el guardabarro está el oficial fumando. Me saluda y me dice: “Pibe, si no querés ser boleta, por una temporada no te muevas de este pueblo de mierda, por ahora zafás”. Se metió en el jeep y se fue. Había interrogado a mi abuela, nada, cuatro preguntas –Santiago Cruz reparte los tallarines en dos platos y antes de comenzar a comer, añade-. Y mi abuela había metido la pata, te había santificado y elevado a los altares. El milico se mosqueó y me esperó para apretarme. Quince días después decidí enterrarme en esta isla y esperar.

Moreira Ferro bendice la mesa y comienzan a cenar en silencio.
            -Ahora que ya conocés la otra parte de la historia de Magdalena, decime, qué carajo te dio por venir a verme –Santiago Cruz sirve el vino y el agua-.¡Tres años sin saber nada de vos! Y me parecía lógico el silencio, después de la discusión que tuvimos en el Parque Independencia. Pero, de repente, te presentás...

            -...perdoname, no sabía que podía joderte –le interrumpe Moreira Ferro, mientras comienza a comer-.Vine a despedirme, Santiago. Estoy enfermo. Todos los médicos coinciden en que tengo un virus y nada más. Un virus que ni siquiera tiene nombre. Me han hecho todos los análisis imaginables y el resultado continúa siendo el silencio. Sólo sé que todos los días me mata un poco, pero también me podría matar una simple gripe. Pensé, entonces, que antes de que fuera demasiado tarde, tenía que venir a despedirme de vos. Mañana, si podemos cruzar el río, sólo me quedará despedirme también de mi capilla y esperar la voluntad de Dios.
Terminan de cenar en silencio.
Al día siguiente, después de devolver las gallinas a su sitio, llevan la canoa hasta el borde del agua. Tupac y los bultos en medio, uno en cada punta y comienzan a remar.

(...remamos el río aún mantiene el caos de la creciente y cambia constantemente las direcciones de las correntadas remamos se hace difícil encajar la canoa en el agua aunque vayamos río abajo los remos patalean a la hora de corregir el trayecto remamos después de casi media hora conseguimos llevar la canoa hasta una pequeña playa de grava intentamos recuperar el resuello...)

Acaban de cruzar el río. No bien pone un pie en tierra, Moreira Ferro comienza a vomitar. Intenta levantarse, pero se desploma. Temblores. Pataleos de epiléptico. Se orina encima. Santiago Cruz le sujeta la cabeza y le mete los dedos en la boca para impedir que se trague la lengua. Poco a poco vuelve en sí. Al cabo de un par de horas comienzan caminar. Llevan la canoa. Uno en cada punta. Tupac corre, ladra, entra y sale entre los matorrales. Suenan cuatro disparos y, casi inmediatamente, el ruido del motor de una camioneta que se pierde en dirección a Isla Grande.

 -No han sido cartuchos de caza –comenta Santiago Cruz. El otro asiente, pero no lo oye. Camina y reza.
Cuando llegan al embarcadero de la balsa de maroma, encuentran, tendido sobre el suelo de madera, el cuerpo de Paco Verdana. Se acercan. Dos disparos en la cabeza y otros dos en el pecho. La sangre se alaguna alrededor de su cabeza. Tiene la mandíbula desencajada, los ojos abiertos y una sorda mirada de espanto. Moreira Ferro se arrodilla ante el cadáver. Reza.

-Al final, los suyos le dieron “boleta” –comenta en voz alta Santiago Cruz, mientras le cierra los ojos-, hacía tiempo que él esperaba algo así.

Dejan la canoa bocabajo atada a un poste. Moreira Ferro se vuelve sobre sí y mira el sol quebrado sobre el agua marrón del río. Luego levanta la vista hacia la isla 60 y da media vuelta. Comienzan a caminar hacia Isla Grande. Cinco kilómetros de grava gruesa. Sus pasos se acompasan. Sus pasos resuenan en el silencio de aquella mañana soleada de invierno. Casi dos horas después entran en el pueblo. Caminan hasta la capilla. Moreira Ferro le busca la mirada al otro. La palidez le amarillea el rostro.

            -No sé, Santiago –el esfuerzo le agita las palabras-. No sé si nos vencieron o si consiguieron que la derrota se nos hiciera costumbre, pero una cosa es cierta, nos cagaron la vida para siempre.

Moreira  Ferro le tiende la mano. Se abrazan. La luz del mediodía los deja sin sombra en el suelo. Tupac corre salta alrededor de ellos, después se estira ante la puerta principal de la capilla y comienza a morderse las pulgas. Se despiden.

(...aquel mediodía de junio de 1982 todos ya sabíamos que la guerra en las islas del Sur se había acabado cuando fui hasta la capilla para contárselo no lo encontré comprobé que ni la puerta principal ni la de la sacristía habían sido abiertas lo busqué por todo el pueblo y pregunté por él pero nadie lo había visto llegar ni nadie lo había visto partir muchas veces he pensado que aquel encuentro con Moreira Ferro no existió nunca y que tan sólo se trató del deseo de un ajuste de cuentas que sucedió en mi memoria...

...una semana después de aquello dejé para siempre la isla 60).



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