“...Y oí a uno de los cuatro seres vivientes, decir
con voz de trueno: Ven y mira. Y miré y he aquí
un caballo blanco y el que lo montaba tenía un arco
y le fue dada una corona y salió...” Ap 6:1.
La luz adamascada y morosa de una penúltima tarde de septiembre se derrama y se aviva en las paredes de la cámara del señor de Trullás y él, postrado, tan sólo puede adivinar resplandores y sombras. El tiempo, ese maldito acólito de Dios, ha vaciado sus ojos y su mirada busca en vano que la ventana de poniente le devuelva el cárdeno y el siena que las tardes de otoño engavillan en el hayedo de Argensol. Hace años que su condena es su empecinada memoria y, una y otra vez, regresa a las guerras, arrasa tierras y su espada, que no hace prisioneros, desguaza el horizonte.
Sabe que ese día que se acaba tampoco tendrá novedad de sus hijos y la blasfemia acude a sus labios con un murmullo recogido y casi piadoso.
Ha llamado a su cámara a Bernat de Tricós, el mejor escriba de palacio. Esa tarde ha decidido dictarle lo que el otro hace tiempo que espera y teme:
-Lo que hoy pongas por escrito serán las palabras de un secreto y en secreto deberán ser leídas al primero de mis hijos que regrese con la cabeza del jabalí blanco. Después, él sabrá lo que tiene que hacer.
“Todo comenzó durante la boda de una de las hijas del conde Dalmau, señor de la villa de Montgrius. Yo tenía, por entonces, dieciséis años y acompañaba al hermano de mi madre que era uno de los invitados de respeto.
Sin embargo, lo que cambiaría mi vida se inició ante la puerta norte de la muralla que rodea la villa. Allí vi por primera vez aquella figura, cubierta por un capote amarillo, que tendía una mano escuálida en señal de limosna.
-Es Román de Verderás –apuntó, el hermano de mi madre-. Dicen que entró en el hayedo de Argensol a cazar el jabalí blanco, pero en el centro del bosque quedó prendado de una doncella que se bañaba desnuda bajo una cascada. Pasaron juntos tres días y tres noches. Después, la doncella lo despidió, no sin antes anunciarle que cuando regresara a Montgrius habrían pasado, en realidad, trescientos años, que el reino que debía heredar había sido devastado por la guerra y la peste, por lo cual, durante cuarenta días y cuarenta noches se privaría de comer y beber o, de lo contrario, toda la ruina del mundo caería sobre él. Para resistir el hambre y la sed le entregó tres setas. Pero en cuanto salió del hayedo, Román de Verderás olvidó aquellas palabras. Se comió media docena de manzanas reinetas, bebió de la primera fuente que encontró a su paso y las tres setas se convirtieron en tres piedras cuando quiso ponerlas como reclamo de caza. Caminó hasta la puerta de la ciudad, pero nunca lo han dejado entrar en ella. Y ahí lo tienes, si es cierto que el que se cubre con ese capote, es Román de Verderdás. Desde entonces, dicen que quien vuelve del hayedo con una cabeza de jabalí blanco será el más poderoso de los hombres, pero la Doncella de la Cascada lo habrá condenado a vivir en la eternidad de la guerra, sin conocer jamás ni la paz, ni el placer –el hermano de mi madre le arrojó una moneda y la figura se removió. De repente, vi unos ojos que brillaban como dos carbunclos y en el suelo se nos atravesó una espada. Nuestros caballos se detuvieron en seco. La figura reptó hasta donde estaba la espada y la escondió bajo su capa. Entramos en Montgrius recién cuando la niebla cerró la tarde.
Aquella noche en palacio, bailé con una doncella con la que luego compartí lecho y techo durante tres días y tres noches. Antes de que rompiera el alba del cuarto día, unos sirvientes me sacaron a empujones de su cámara y me arrojaron a una plaza con forma de bastida. Vagué por la ciudad como si lo hiciera por un laberinto y fui a dar a la puerta norte. Me extrañó que, a aquella hora, estuviera abierta y sin guardia. Quise salir, pero nuevamente se cruzó ante mí la espada. Di media vuelta y volví a la plaza a la que había sido arrojado. Recorrí la muralla buscando las otras tres puertas, pero las encontré cerradas y con doble guardia. Mis pasos me llevaron otra vez a la puerta norte y, otra vez, la espada apareció ante mis pies. Decidí cogerla. Era una espada vulgar, tanto de peso como de empuñadura, sólo me sorprendió el orín acumulado en el filo. Enseguida se presentó la figura reptante. Esta vez no me sorprendieron los carbunclos de sus ojos, sino el susurro de su voz, hablaba con un silbido que salía de su pecho:
-No toques nunca su filo –me advirtió, cuando vio que mi pulgar se aproximaba a probar la hoja-. Hoy entrarás en el hayedo en busca del jabalí blanco. Mátalo de un solo tajo. Cuando vuelvas a tu reino ya sabrás lo que tienes que hacer. Y ahora… hunde tres veces la espada en mi costado izquierdo. Mi señora, la Doncella de la Cascada, te ha elegido para liberarme…
Tres veces hundí la espada y las tres veces salió sin una gota de sangre, pero el aire trajo tres gritos de espanto desde el Palacio del conde Dalmau. En ese momento, un viento de tramontana se levantó ante mí, los porticones de la puerta norte se cerraron con estrépito a mis espaldas y sobre el puente de madera quedó un capote amarillo con tres tajos. Cesó el viento y apareció el caballo del hermano de mi madre. Lo monté. Habían bastado tres días para iniciarme en el amor y la muerte y aún no había sido ordenado caballero. Con ese pensamiento me interné en el hayedo de Argensol.
No fue fácil resistir la belleza de la Doncella de la Cascada y mucho menos los gestos con los me requirió. Cuando estaba a punto de ceder, lo oí avanzar entre el ramaje. Era una bestia blanca, enorme, casi majestuosa. Fui hasta él y le corté la cabeza de un solo tajo. En ese momento, acudieron a mi lengua unas palabras que olvidé así las fui pronunciando. Me desnudé y me bañé con la sangre del jabalí. La cascada se secó de repente y una piedra alta y fina ocupó el lugar de la doncella.
Erré durante tres años y, cuando regresé al castillo del hermano de mi madre, supe que él había sido asesinado en el Palacio del conde Dalmau hacía, también, tres años. Desde esa primera noche compartí lecho con mi tía. Al año siguiente nació Guigamón y un año después Elmeric, que mató a su madre al nacer.
Hasta aquí el secreto con el que se inició el Reino de Trullás. Lo demás, lo que sucedió después, es la historia del soldado feroz fui, odiado y temido por todos, que mandó ejércitos, devastó tierras y se ocupó de someter reinos más allá del mar. Un día se me secaron los ojos. Dejé la espada y las batallas, pero no la eternidad de la guerra”.
-Y ahora léeme lo que te he dictado –ordenó.
Satisfecho su oído, el señor de Trullás despidió al escriba, sopló las velas y se dejó ganar por el sueño. Nunca supo que aquellas serían las primeras horas de una interminable agonía.
Al cabo de tres años regresó Elmeric con una cabeza de jabalí blanco. Bernat de Tricós le leyó en privado lo que el señor de Trullás le había dictado. No bien hubo acabado, Elmeric sacó su espada y lo mató para que nadie más conociera aquel secreto. Después, tomó la espada de Román de Verderás y la hundió tres veces en el corazón de su padre. Al día siguiente, reunió soldados, armas y víveres. Y partió hacia el horizonte.
...salió venciendo para vencer.
Número de Registro de la Propiedad Intelectual: B-1380-09
Departament de Cultura. Generalitat de Catalunya
martes, 17 de marzo de 2009
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